12.9.21

En la ciudad de Sylvia



En la ciudad de Sylvia es una obra de arte, y no me refiero a que brille espléndidamente o a que, por razones de su composición, de su tratamiento de la imagen o por la calidad de sus diálogos, esté destinada a ser un clásico. No pretender serlo, no creo que sea ni siquiera una película fácil, de las que pueden recomendarse con desparpajo de virtudes. La película de José Luís Guerin es un hermoso poema visual, un recorrido detectivesco a través de la ciudad tras el rastro de algo que no es tangible, un rostro perdido entre otros rostros, un gesto entre los demás gestos. Va tras la verdad. En este sentido, este cronista de sus vicios se sintió plenamente satisfecho. Y se sintió voyeur de la emoción pura, un voyeur privilegiado que consiente seguir el rastro de un hombre que ha creído encontrar la mujer que amó y la busca, ensimismado y lírico, por las calles. La ciudad (Estrasburgo) sirve de laberinto. El tiempo es otro laberinto. Se puede ser espectador suyo y dejarse ir o ayuntar corazón y mirada para que todo tenga una promesa de sentido. En la ciudad de Sylvia es la promesa la que lo ocupa todo: la del amor idealizado, la de la permanencia de esa plenitud momentánea y anhelada. 

La trama, mínima, muy frágil, es una excusa: transcurre en tres días y se divide en tres apartados: prólogo, nudo y desenlace. Nada sucede o todo sucede. Para que no suceda nada podemos prescindir del diálogo: aquí es testimonial. O es simbólico. La mujer es un tótem y es un misterio, una especie de metáfora de la belleza absoluta, del proceso creativo que lleva al autor a plasmar un texto o un dibujo o una película desde donde antes no había nada. El amable lector se sentirá confundido y no es otra cosa, salvo la confusión, lo que va a encontrar en esta honesta indagación de lo real desde lo real que es En la ciudad de Sylvia. Pero no es una confusión sin objetivos, ninguna de esas confusiones aliadas con la incertidumbre o con la simpleza: ésta se envenena de poesía, de un exacerbado amor a la plasticidad de la vida, a sus infinitos mensajes varados en colores, anuncios, gestos. Todo vale para que Guerin aprehenda el latido de la vida. La ciudad, ya está dicho, es una excusa, un ámbito inevitable, pero no vincula del todo la cinta, que es capaz de proponer un sentido de las cosas al margen del contexto en el que se produce.

A estas alturas del texto y del recuerdo de Sylvia en la cabeza ignoro si Guerin es un cineasta portentoso, un poeta de la mirada, un extraterrestre que posee una inteligencia fuera de lo habitual o es un timador excepcional, un introvertido, un embaucador, un caprichoso geniecillo de la cámara que se ha propuesto captar lo invisible, recoger en una cinta magnética (el formato químico importa escasamente, es una manera de hablar) las estrofas del poema importante: la búsqueda del yo en los otros, algo así, que el lenguaje es falible y no es posible (yo, al menos, no estoy capacitado en absoluto) transmitir con fidelidad (amoldándose uno a lo visto, intentando comunicar lo observado de la forma más objetiva que se pueda) la cantidad de ideas que aturullan tu cerebro cuando has regresado a la realidad después de haberte perdido dos horas con Sylvia y con su perseguidor, con la ciudad desmenuzada y sucia, abierta y profunda, cómplice e íntima. 

Dicho (escrito) todo lo cual a uno no le queda otra cosa que rendirse (absolutamente) a este artefacto artístico que, sin ser película, ni documental, que bien podría adscribirse a ambos, es cine total, cine concebido como vehículo sensible de transmisión de emociones. Y el lector encaprichado de su instinto podrá obviar este arrebato de lujuria visual sin que su amor al cine decaiga un ápice: no opino como mi amigo J., que sostiene que hay películas (En la ciudad de Sylvia sería una)  que van en contra del cine en sí mismo. Lo habrá leído en algún sitio y ha hecho suya la frase, aunque luego sea capaz de montar la batería de argumentos que justifican su postura. Se aburriría. No lo pongo en duda. Yo disfruté muchísimo, me sentí un espectador nuevo, uno reconfigurado para la ocasión, rediseñado: como si mis hábitos cinematográficos (que son muchos y son antiguos) mereciesen un bofetón en la cara y tuviese que admitir (lo hago, lo hago ahora -ayer- por segunda vez, la primera hace algunos años) que esto también es cine, cine de mucha calidad, pero no objeto disfrutable por cualquier usuario: ya sea el advertido o ya sea el desprevenido. Todos podemos salir náufragos de la sala. De qué, no lo sé. Supongo que la obra de Guerin (es la única película suya que he visto) podrá desalentar a mucho cinéfilo. Depende de en qué momento te pille su visionado. A mí me habrá cogido en uno dulce y poroso. No creo que vuelva a verla, por otra parte. 

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