6.9.21

Más nuestro cuanto más perdido






Me recuerdan que hace veinte años que tengo este disco. Recuerdo que no había escuchado nada de Radiohead, pero bastó que un amigo me pusiera Paranoid Android en su casa para que corriera a la tienda y comprase el CD. La idea de que no era un banda de rock al uso, de que estaban en otro nivel, se corroboró con todos los discos que vinieron más tarde (Kid A, Amnesiac, Hail to the thief o In Rainbows, que son los que conozco bien) y con los que le precedieron (Pablo Honey y The bends). No es un grupo al que acuda con la frecuencia con que preciso a otros, pero no hay vez en que no les escuche y sienta que es un disco nuevo, uno sobre el que no han pasado los años. Ok Computer sigue produciendo la misma inquietud, ese estado de excitación que precede a la calma que a veces únicamente provee la música. Hablando con J.M. el otro día, convenimos que la emoción pura de la música no está ni en la literatura ni en el cine. No se precisa adiestramiento previo, ni rodaje para que la urgencia de la belleza irrumpa. K. dice que hay discos de jazz que se empiezan a disfrutar a la décima audición. Doce podrán ser, cien, le podría responder. Lo que de verdad fascina es la novedad de lo conocido. Como si te calzaras por primera vez los zapatos de toda la vida. Como si la puerta desde la que ingresas a tu casa fuese cada vez distinta e hiciese distinta a la misma casa. Como si careciéramos de memoria y tuviésemos que empezar de nuevo y aprender las palabras y recitarlas por ver qué efecto causan en los demás o cómo se alojan en la conciencia y avanzan. Thom Yorke es un Peter Gabriel al que no se le ocurrió vestirse de zorro en el escenario, pero interpreta como Gabriel y llora y ríe como él. Paranoid Android es una cosa sin sentido que empieza a tenerlo cuando se ha abandonado la idea de que tenga alguno. Cuatro o cinco pedazos que se han ensamblado y suenan como si una catedral se viniese abajo y se volviese a izar. Como si el ruido reclamara la intervención del silencio para que su elocuencia fuese mayor. Algo así como sucede con la vida. La versión del pianista de jazz Brad Mehldau hace una reconstrucción más cruda incluso. De hecho, Ok Computer es un disco crudo, como si no estuviese terminado y hubiesen decidido largarlo, darle curso comercial, cuando no es accesible, ni fácil de tararear. Todo lo que no podemos cantar importa más en el corazón que lo que se deja cantar. Hace años que trato de montar en mi cabeza las líneas melódicas de algunas piezas de Thelonius Monk o de Keith Jarrett, pero tengo una osadía breve que se resuelve en un caos. Anoche lo puse un rato y entendí la razón por la que me entusiasmó y también la que ha hecho que lo ponga poco, aunque entusiásticamente. Requiere un determinado estado de ánimo. Hay películas, libros y discos que precisan esa intervención del humor. También paseos y conversaciones y licores. Descansa uno del consuelo que reportan por no desquiciar su predicamento conocido  o su dulce alquimia. Es, sin embargo, darles plaza y sentir el alma izarse, adquirir la propiedad del vuelo y de la armonía. No siempre ejercen el mismo placentero efecto. Precisamente esa zozobra es la que los hace sublimes: no saber a qué bálsamo recurrirán, no comprender la naturaleza de su encanto. Se aplaza su concurso. Se vale uno de estas moratorias para saciarse después con más arrojado afán. Sólo es nuestro lo que perdimos, dejó escrito mi buen Borges. 

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