Lo más extraño de nacer en una isla es no tener necesidad de la tierra lejana a la que se accede cruzando el mar, pero hay islas que no se acaban: suceden consecutiva y trágicamente o suceden interminable y alegremente, según qué circunstancia concurra y el isleño se atuviese a una especie de difícil trato consigo mismo consistente en no pensar demasiado en si la isla tiene límites o si el mar, a pesar suyo, tampoco los tiene y está la isla sola en el océano y él, a su modo, sin que nada lo evite, esté solo también en esa isla única y revelada. Ben Clark dice haber tardado más de treinta años en darse cuenta de la insularidad sobrevenida, esa sensación de aparente incomodidad, la pulsión severa del que añora la firmeza fiable del continente o la temeridad al pensar que uno es una especie de náufrago. Nacer en una isla hace que al pisar el continente se desviva uno en explicarse, en dar de uno mismo la sensatez que se espera, habida cuenta del embrujo (metafísico y lírico) de la insularidad. Si la isla es pequeña y se divisa el mar desde casi cualquier parte suya, la sensación de milagro es de una viveza casi insoportable. No determina el agua lo que es isla, apunta Clark. El mar no sabe nada sobre las leyes viejas de las rocas. Cuando le di la mano al poeta, al presentar Ningún poema es una isla en Lucena hace pronto dos años, no supe que yo era el que mira la isla desde lejos y él era el que mira la tierra continental con la misma sentida lejanía y extrañeza. Por otro lado, hasta la más extensa ocupación superficie es una isla, la isla convertida en representación de todas las demás, las cercadas visiblemente por el agua. La mecánica de las olas es un arcano del que ningún turista posee propiedad. Es cosa de los que escuchan el ruido que producen al romper con bronca lucidez o con mansedumbre en la orilla. Quien se aposta frente al mar y considera el horizonte como una revelación ha sentido la elocuencia de la luz y la misericordia del agua. La soledad de esa visión garantiza una epifanía sólida, que puede considerarse herramienta si se desea comprender la música de la luz y el esplendor azul del mismo mar que la alienta. No puede la mar decir su nombre, ni pronunciar el del cielo, que la abraza y acuna. Se contiene en su imposible certeza cartesiana, en su oscura narración sin brújula ni memoria. Toda épica de la que uno se fascine es un minúsculo punto en la historia de esa vasta geometría de naufragios y de fatalidad. En la orfandad de trenes y de ríos, relata Clark, no hay mejor perspectiva de aventura que la de los libros que hablan de lo que no es isla, de lo que no se deja convidar por la cárcel del mar. Una inminencia de fuga no siempre resuelta informa de la posibilidad de un fin. Se deshace el hechizo. Se cumplen las admoniciones del augur. El poema irradia su vocación de ancla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario