Poema escrito tras leer El hijo pródigo
-Jaime Gil de Biedman -
Heráldica
El pueblo es malo y a veces
lo cerca en un plaza y le canta las cuarenta.
Le nombra los pecados de la familia
y le recita las bondades de la suya.
Luego le perdona la vida y lo deja volver a casa.
Allí, en lo puro, a salvo, en la mesa camilla
en la que se reza el único credo posible,
relata el asedio en las calles, lo que lloró
sin que se le viese una lágrima.
La familia lo mima y, en lo que puede,
le instruye en lo básico:
en que debe alejarse de las manifestaciones,
en que la formación docta y moral
rehúye de las reuniones en los sótanos.
Lo que están construyendo
es un hombre de provecho, le dicen.
Tienen en un papel, custodiado en una caja,
cerrada con cien llaves,
los ingredientes inefables,
las cuentas exactas del orden del mundo.
Fervor a Dios primero. Modales después.
Se le informa (pues ha de ser que los padres avisen al hijo)
de que afuera reina el caos.
En casa, a resguardo, se toma aire,
se gana temple, se curte uno de moralidad.
Moral. Casta. Rectitud. Principios.
Todas esas grandes cosas, no se te olvide.
Apréndelas de memoria. Recítalas.
Lo que nunca saben es que después
el hijo pródigo, pertrechado de ideales,
cubierto con toda la gloria del apellido paterno,
sale al mundo y visita los tugurios,
tararea canciones prohibidas,
frecuenta el cabaret
y hace amigos en las timbas
y folla con las putas contra la pared.
Se le olvida toda la formación cristiana,
intima con el enemigo,
los alienta para que prosigan la lucha,
les jalea en la cruzada contra los suyos,
los que ganaron la guerra
y la ofrecieron al cristo de su barrio,
los que conducen el país
y lo entierran en el barro.
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