29.4.21

Añil / José Ángel Cilleruelo



 



Añil, la última obra de José Ángel Cilleruelo, es un diario de sensaciones, lo cual contrae un compromiso de poesía y de sinceridad. Al desvelar las cosas es la persona la que se desvela. Lo deja a modo de cita de apertura  en este pequeño (aludo únicamente al tamaño del libro) registro de vida, con todo lo que esa palabra (vida) exige. El propósito, si es que hay alguno que descolle o que aplace la impresión de otros, ha debido ser el de asentar una manera de mirar  o una manera de vivir (tal vez sean la misma cosa las dos) y, con más afinación, detenerse en lo observado (en lo vivido, añado) y confiarlo al insensato conducto de las palabras. Las hay de una belleza que hace pensar en si el autor no tendría la idea de hacer un poemario y acabó forjando esa prosa final, tan rigurosa y tan dulce, tan convencida ella de que el lenguaje de la sensibilidad podrá arrimar la bondad de las imágenes (desaparecidas una vez no las vemos) y fijar en nuestra memoria una huella fiel, un certidumbre cabal y fiable sobre el discurrir de la vida que alrededor de esa mirada se expande y enseñorea. 

En cierto modo, a pesar de la concisión, se puede extraer un texto supletorio, más hondo, que deja al lector en un estado de zozobra o de fragilidad. Invita José Ángel al viento que hace ascender un globo y lo "desentiende del paisaje" y hasta lo convierte en nube o en algo más alto aún o a la permanencia paradójica de una barca que, sacada del mar, al tanto de su vaivén y de sus antojos, sufre en tierra el dolor de saberse inútil y comprometer su erguida constancia. Esa imagen, la de la barca desalojada, estremece por su rigurosa verdad, por hacernos comprender que es uno mismo el que, a poco que se le zarandee o expulse de su rutina, cae en idéntica vacilación, se duele de un vaciamiento análogo. 

Algunas de las imágenes que ocupan los brevísimos textos tardan en abandonarnos: vuelven con cierta insistencia, convierten lo real en una figuración enteramente poética. Ese hecho poético lo impregna todo. Es mirar con intención o es mirar adrede, con ese colmo de lirismo. Así el carro de heno detenido frente a un pajar antes o después de que una vaca se asombre (aquí cualquier anomalía en el discurso de la normalidad es bendecida y se agradece) y espante una banda de gorriones que aplazaba el vuelo en su grupa. Liviandad y trascendencia juntamente. Sigo leyendo. Lo pequeño se desprende de la consideración primaria del tamaño y adquiere un pronunciamiento etéreo, una inclinación natural a que se hurgue en su realidad y se advierta la presencia de lo recóndito, de todo lo que pugna por imponerse a lo real. Lo que no es (en apariencia) indicio de belleza se realza y adquiere rango de verdad. Belleza y verdad de las que se preguntan uno si no es posible que se paseen juntas y una no excluya a la otra. Tal es esa verdad que se extraña uno de que no haya caído en su cuenta antes de que nos la ofrecieran tan a las claras, en esa textura dulce y sencilla en la que las palabras son las justas y no hay manera de que otras las reemplacen y mejoren. 

Hay una hendidura, cuándo no la hay. Es más visible cuanto más se oculta. Añil es el recado mismo de escribir, la tarea confiada a quien se apresta a inventariar lo diminuto y lo prescindible, aunque al final de la intervención, una vez se ha aquietado ese afán, lo prescindible irrumpa con un afán nuevo, el de querer saber, el de querer (también) comprender. Porque la poesía es una pesquisa, una indagación en la realidad. Frases que quedan en el aire sobre un cuaderno improvisado súbitamente reclaman que se las concluya y el desánimo primero (el que no las cerró) mude a entusiasmo. Imagino la felicidad del poeta hilvanando y deshilvanando estas piezas menudas y pensando qué lograrán, si animan la composición de un conjunto mayor, quién sabe de qué realidad más alta, cómo saberlo.

Las dos partes en que se divide el libro (son tres, en realidad: dos de aliento poemático y uno que concluye a modo de diario de la pandemia) podrían constituir dos obras independientes. Se dejan querer los dos, pero una lectura posterior (más detenida) hace que converjan y se abra un sentido único. Dejó escrito Borges que la prosa está más cerca de la realidad que la poesía y luego se desdijo: la realidad es simple, pero su construcción sentimental es compleja. Así la literatura de José Ángel Cilleruelo: urde una tormenta sin que el cielo la presagie o, volviendo a las sensaciones de las que hace dietario militante, fija las metáforas en la piel: imágenes que uno desea recordar y a las que da un lenguaje, una estructura lingüística que la refrende cuando desaparezca de la vista o la memoria no la restituya con fidedigna verosimilitud. Hay una nueva manera de registrar la emoción que nos causan los objetos o los paisajes (hay muchos de ambos) y ese idilio recién alumbrado fluye con limpia verdad. "Por la página en blanco de la mañana las botas van escribiendo un versículo" y la nieve es un palimpsesto sagrado, una concesión que la blancura ofrece a quien desee sentirse concernido por la elocuencia de su mudanza. "El libro es, en cada pisada, ejemplar único". 

El poeta es un indagador exigente, pero de una mansedumbre que se agradece. "Las pompas de jabón son pintores miniaturistas". Destellos luminosos. Pequeños indicios de un vuelo que se busca a sí mismo. Un banco de un parque no existe si no se ocupa: languidece. Un insecto muerto que entretiene el ocio interesado de unas hormigas. La brisa hace bailar unas hojas. Así todo. "Un banco vacío, junto al sendero, sin que importe si le da sombra o está el sol". La construcción de una imagen se agranda si se la hace pensar en sí misma: como el vuelo del pájaro o como la arena en la playa cuando el mar repara en lo alocado de su avance y se retrae. He aquí el oficio del poeta: sentarse, observar, cumplir con alargar en el tiempo el prodigio al que ha asistido. Hay que contar, más que lo sucedido, el modo en que sucede, su relato, el vuelo de las palabras, la constatación del destello, de modo que el banco del parque sea, haya sombra o lo adorne el sol, un instante en el tiempo, una de las herramientas con las que nos cuestiona nuestra posición en el mundo. Como una disciplina interior. Como un encargo privado. 

Es el dulzor en la boca cuando las palabras han hecho el recado que se les confió lo que de verdad restaña la sensación de que algo maravilloso se ha perdido. Porque escribir produce una herida dulce, un estrago que duele y, al tiempo, sana: la verdad de la literatura está en la permanencia de lo leído, en su anclaje, de modo que no somos los mismos cuando la lectura concluye: algo hermoso se ha fijado más allá del continente tangible del libro, de su cerrada vocación de objeto. Añil dura más que lo que duran las 108 páginas que lo componen. Tiene Añil también otra vocación: la del regreso. Hay libros a los que se regresa: no acaban nunca, no tienen un inicio, ni un desenlace. No es ahí el tiempo una consideración mesurable: va a su antojadizo capricho y voltea (descuadra, deforma, descompone) la realidad a la que alude, sobre la que se urde, en la que establece su diálogo con el lector. ¡Qué fluido ese diálogo aquí, con qué primor van y vienen las palabras!

Como dietario, Añil anhela ser un muestrario de sensaciones inéditas, vertidas con la mirada del que se enfrenta a un paisaje nuevo, del que no sabe nada y con el que no sabe cómo relacionarse. De ahí el principio de incertidumbre, de descreimiento. no de la pandemia que nos cercó con más fiereza cuando Cilleruelo escribió esas páginas, sino de la actitud del cenobita amateur, reducido a una expresión doméstica de sí mismo, que se parapeta y observa, que se conmina a que la reclusión pueda tener un apresto benéfico, una especie de bondad sobrevenida e inocente. Las reglas benedictinas (es suyo el adjetivo), las que se impusieron, las que todavía (en otra medida) continúan,  permiten que el poeta (sigue latiendo ese aliento) se permita una cierta relajación y se explaye con matices imprevistos: la sequía de información deportiva en la radio o el problema mayor (dirá Segismundo) de no poder ir al peluquero o al podólogo. El presente se ha visto de excepcionalidad, la realidad ha decidido mutar a ficción. La vida se ha reducido a un novicio sentido de la oportunidad en el que rasgamos el placer que buenamente concurra, pero sin la grandeza de los tiempos de la cosecha, sin la fastuosa hermosura de los días de la libertad. Con todo, Cilleruelo calza la poesía en el texto normativo: extrae la parte apartada, no incurre en la obviedad, ni se recrea en la desgracia. 

Editado con el habitual rigor y mimo por José Luis Trullo, Añil es una cosa pequeña, no estará (ojalá) en esos inventarios de libros muy vendidos de los que se hacen eco los medios de comunicación. No es Cypress una editorial que desee (no habría problema en que prospere la idea contraria, la de la difusión masiva, la del éxito fulminante) incorporar su catálogo a esos rankings librescos. Su recorrido es muy elitista, así debe ser. No la élite como un registro de exclusividad, sino como un marchamo de belleza y de calidad, de compromiso con la literatura. 

Añil es una pieza extraña, además. Asombra de ella el mero hecho de que exista, así estamos. Hace pensar en la honestidad de la palabra y en la elocuencia de la poesía, tan rebajada en estos tiempos, tan confundida ella, tan hecha a dejarse vestir con prendas que no se precisan. También hay algo que emerge con dulzura y se hace sólido, duradero, fiablemente tangible: es la enunciación primaria de las emociones. De una gota en un lienzo nace una amapola, pero no hay falta ser un pintor paisajista: el instrumento que hace erguirse a la inmarcesible amapola (es metafórica la flor, podemos darle ese sesgo eterno) es el bendito lenguaje, que José Ángel Cilleruelo mima como ese pintor haría con los trazos, difuminando unos, dando empaque y vistosidad a otros, imprimiendo fiereza a los colores o rebajando su duro engaste hasta que todo cuadra. Está la consistencia (lo dice él) y está la autenticidad: qué poco aprecio se le da a veces a estos dos atributos de la realidad. Lo milagroso (permitid que haga florecer un poco de mística, conviene que nos visite) es la certeza de que se está asistiendo a una confesión que podría ser la de otro, no necesariamente la volcada por el autor, sino la mía o la del amable lector. No hay casi nada de lo que aquí se narra, pues es una narración la que avanza, sobre todo al final, en el dietario, que no pueda ser sentido por cualquiera que aporte un grado convencido de sensibilidad. "El tiempo es un perro que se queda afuera cuando la cancela se cierra". Es también un diario del tiempo, cuál no lo es. "Un globo en la mano de un niño. Eso son las palabras". El tiempo es el globo y es el perro y el que ve cómo los dos se alejan y abandonan una incógnita. El poeta es el encargado de despejarla. Este libro es la declaración de esa ocupación feliz. Una celebración de la literatura.









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