Salvadas las distancias, las intenciones estéticas e incluso el compromiso cultural, Ezra Pound me hace siempre pensar en Charles Bukowski. Sobre todo Pound ya anciano, vencido por los años, solicitándole al tiempo, al implacable, una bula, la concesión de un aplazamiento. El poeta, en esa edad ya reveladoramente provecta, se siente una especie de dios del mundo que ha ido registrando en sus versos. Al igual que un novelista necesita el vértigo de los años, su fiebre y su clausura, para crear su obra, el poeta también se alarga y adquiere relevancia mitológica cuando sabe envejecer y entender las heridas de las horas, el vaciamiento del alma que antes se dedicó con paciencia y con rigor y con pasión a ir llenando de belleza y de inteligencia. Los guerreros, al final, estamos solos, dijo en una entrevista. La suya fue una poética contra la usura, contra el mercado del dinero, que es más terrible que todos los sueños perversos de los dictadores. A diferencia de Bukowski, que vivió la feliz vida de quien se deja llevar absolutamente por sus vicios y acepta que esos vicios le retiren de ella, Pound fue un prisionero de su pensamiento y habitó cárceles y fue torturado y rebajado al grado mínimo de humanidad. Dentro de la jaula, Pound concibió su idea del mundo. Bukowski fatigó barras de bar, alternó con putas y jamás fue hecho prisionero por las palabras que dijo. Lo apresaron por calavera, por vividor, por mujeriego, por borracho. Los dos fueron, no obstante, honrados en lo suyo. La poesía es un arte mayor. Tal vez el más grande junto al de músico . El que con más precisión hurga en lo invisible, en lo que no está y, sin embargo, mueve el mundo y mueve el sol y también las estrellas, como quería Dante.
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