Ordenar una biblioteca requiere tener un cierto orden personal por lo que carezco de toda posibilidad de que yo pueda hacer cualquier cosa que tenga que ver con el orden en lo referente a la mía. Imagino que, una vez ordenada, lo que quiera que sea eso, acabaría nuevamente en libertaria (casi obscena) exhibición, a poco que se empiece a desobedecer la mecánica sencilla de devolver un volumen a su hueco en una balda o a dejar por ahí los libros para que más tarde la prisa o el desinterés los ubique a su antojo. De cualquier manera, no le tengo afecto a que todo esté en un lugar previsto: la de cosas que se acabarían perdiendo si obrase así. De entrada, borraría la infatigable capacidad de asombro a la que confío mis altas devociones sentimentales. Sin él, sin el bendito asombro, la vida sería de una tristeza tan grande que no valdría la pena continuar fatigándola. Otra cosa es el criterio a seguir, por cuál decantarse, qué arbitraria razón hará que uno prevalezca sobre otro. Desde luego que no valdría el de ordenarlos alfabéticamente. Qué haré, me pregunto, cuando compre un nuevo libro de Antonio Muñoz Molina y ya no tenga la M lugar para colocarlo. Ni me encandile el de los géneros: vueltas y más vueltas a la ya ajetreada cabeza para discernir si Moby Dick es de aventuras o es metafísico o si se podrían considerar de la misma corporativa selección las novelas policiacas de Chesterton y las detectivescas de Agatha Christie. Prefiero el caos, si se me permite el exabrupto. En él está más a gusto mi sensibilidad, la que pueda tener. Creo firmemente en la idea antigua de que una biblioteca es la extensión de su dueño. Ninguna anomalía me es ajena. Me inclino, aunque sea por mera comodidad, a que se igualen en altura, pero es opción insensata podría conducir a que la poesía de Mallarmé se codee con la colección de Harry Potter o que un tomo escandalosamente grande que tengo (las Hojas de poesía de Cántico, editadas con lujo por la Diputación de Córdoba) se emparente con la colección de cómics de Tintín o algunos números de Nickelodeon, la estupenda revista de cine que se marcó José Luis Garci. A lo que guardo un extraño respeto es a los libros de poesía. Como no suelen ser voluminosos, andan por ahí, hechos una especie de familia bonita. Alguno hay extraviado, residiendo alguna altura inasequible a la vista, en segunda fila, indecentemente tapado. No me paro a pensar si Machado y Bukowski hacen buena pareja. Al final, lo que importa, es que estén para cuando se les precisa. Esa función, sea cual sea la manera en que se compilen, está más que cumplida. Cualquier día de éstos, si me envalentono lo suficiente, me desdigo con todo el entusiasmo del que sea capaz y hago algo con mis libros. No sé. Darles un sentido estético. Hacer que sepa dónde está Represado jazmín, un maravilloso (y barroco y hondo pues) libro de poesía de un profesor mío de instituto (Manuel Tomás Sigüenza) al que hace muchísimo tiempo que no le dedico un rato. Será sólo por eso por lo que podría darle al orden un lugar en mi corazón. Puede extenderse este razonar con el argüido para ordenar los discos. No tengo tiempo (no tendré, no me apena) para dar cuenta de ese vértigo. Seré feliz (lo soy) en la creencia de que siempre hay un libro (o un disco) cuando lo necesito.
26.4.21
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