9.1.19
Soy un oso
No tener un oso a mano cuando tengamos la necesidad de que alguien nos conforte y nos abrace en mitad de la noche, si se entenebrece el pensamiento y no podemos apartar el eco de un pesadilla. Se recurre al oso sin razones. Igual es el oso el que nos elige. Es animal al que se le tiene un afecto singular: a veces nos parecen familiares y cercanos, tienen esa nobleza en el gesto de la que otras bestias carecen, incluso pensamos en el oso de peluche, que es la forma más burguesa de la domesticación, criaturas de Disney aparte ; en otras, sin embargo, el oso es una fiera a la que hay que temer mucho, nos puede borrar la cara de un manotazo, nos comería pensando en que somos salmón en la cresta de un río. Si pasamos por alto esta circunstancia disuasoria y terrible, no hay animal mejor que el oso.
Anoche soñé con uno. Aparecía y desaparecía en una especie de fiesta en la que se presentaba un libro. O era una exposición de fotografía. No sé la de tiempo que hace que no sueño con osos. Tal vez de pequeño. No suelo invitar a los animales a mis fantasías nocturnas. Nunca acepté las historias infantiles en las que esas criaturas estaban dotadas de voz y entendimiento. A pesar de mi credulidad de entonces, no me cuadraba que un pato hablase. En todo caso, podría aceptar a un oso. Yo mismo, visto sin entrar en consideraciones muy puntuales, podría pasar por uno si dejara que creciera, montaraz y agreste, mi barba. Como ya es blanca, sería un oso polar, que no es tan habitual en las historias infantiles, pero siempre puede convertirse a la causa. En cierta ocasión, no tengo la fortuna de recordar ni los motivos ni quizá las consecuencias, me disfracé de oso. O debo decir que me disfrazaron. Era carnaval y unos amigos particularmente insistentes me apañaron uno que, a desgracia mía, me entraba como un guante. Así que fuimos a la escuela siendo otros, que es el concepto fundamental de la máscara. Tengo esa satisfacción: la de haber caminado las calles de mi pueblo de entonces transfigurado en oso. Saludaba como siempre, decía buenos días y había quien respondía. Es difícil entablar un diálogo con un oso, pensé, así que entendí que no se me devolvieran los saludos, por más afectuosos que fuesen. Tampoco entré a desayunar a mi bar de costumbre, pero a lo mejor lo haría ahora, caso de que volviera a vestirme de oso. Pediría un café y una tostada, aunque no sé cómo la engulliría. Recuerdo que el morro del animal era pequeño y el traje era de una pieza entera, así que no podría retirar la cabeza de oso, como si se tratase de una escafandra, y hacer vida de persona de cuello para arriba. De lo que sí me acuerdo fue de un alumno con el que coincidí en el camino hacia el colegio. Me miró con incredulidad, imagino que fue incredulidad, tal ve fuese asombro o me miró con absoluta normalidad, no alcanzo a esa claridad de las cosas, entiéndaseme bien, hace mucho tiempo del episodio. Tras mirarme, sin inmutarse en demasía, dijo: "Buenos días, Don Emilio". Es imposible que hoy suceda algo parecido. No tengo amigos con ideas tan revolucionarias. Tampoco me dejaría convencer. Ni habrá disfraces de oso con la talla que gasto ahora. Me queda el oso del sueño, el de la fotografía, estupenda e inquietante fotografía de la que desconozco al autor. En otra ocasión probaré a soñar con caballos.
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