Fotografía: Emilio Calvo de Mora
No sabe uno bien nunca a qué atenerse, no tiene con qué aliviarse, ni nada de lo que fiarse. Un haiku de Borges, uno de los diecisiete que escribió, dice que algo le han dicho la tarde y la montaña y que lo ha perdido. Es cosa de la fe, supongo, ese refugio de la metafísica. Se maneja el vivir a veces tan a lo precario que se desmadeja el empeño o se vicia y se tiene poco interés o incluso ninguno en que todo salga como se espera. No es de extrañar que haya gente tozuda y la haya indiferente, gente de ir de frente y gente de no desear avanzar apenas. Los unos esmerándose en perseverar, en ahondar, en subir, en no dejar; los otros apenas presentes, desdibujados, conscientes de que ningún papel, por pensado que esté, por más que parezca convenirles, les cuadra del todo. Quizá es pensar más de la cuenta. Nombrar las cosas es despertarlas, dejó escrito María Moliner, a propósito de las palabras. Al final a todo se le saca provecho. Hasta el mal tiene su pedagogía. Los días perfectos, los que llevan de la mano a los que no lo son, deberían enmarcarse. Ver en detalle qué tuvieron, el porqué de su esplendor, pero son los grises a los que le aplicamos más tiempo, los días sin azul, que dijo el poeta. En la derrota de está (paradójicamente) más lúcido. Los reveses nos curten, nos enseñan a entendernos, que es un oficio aplazado siempre, por temor a que no nos guste la única propiedad que tenemos, la de nuestra conciencia, ese bosque enmarañado, atravesado de luz a veces, entenebrecido otras. A veces es el sol el que nos concilia con el mundo, su luz arrebatadora. Nos echamos a la calle, paseamos, abrimos el pecho, volcamos dentro ese sol irrumpido sin concierto, a su antojadizo capricho. El de hoy domingo es un sol perfecto. El frío de la noche flaquea a su paso, lo arrumba, no consiente que prospere. El frío es una república de lobos. Abren la boca y se hacen paso a dentelladas inapreciables a veces, pero certeras, aplicadas con oficio. Mi padre toma su café, yo leo mi periódico, los dos miramos distraídamente el cielo y agradecemos que nos cobije. Es nuestra la luz, nuestra su claridad insobornable. Más suya que de nadie también. A su manera, sin que se entienda bien lo que expresa, dice que es un día bonito y extiende las manos para que el sol las cubra y las conforte. Se duele de algo de vez en cuando, pero no le importuna el dolor. Se limita a compartirlo, él es un libro abierto. No se precisan palabras, aunque yo las busqué. Es por contarme el mundo. Es para que no pierda lo que me dicen la mañana y el cielo. Una especie de haiku con muchas palabras. En cuanto acabe de escribir, ya lo habré perdido.
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