Ilustración: Brieva
En esto de cerrar un año y abrir otro hay mucha metafísica. Quizá no haya fecha en la que haya más. Empieza uno el día con algún propósito de enmienda o de sublimación, contando honestamente en qué no cumplió (tanto) y en qué podría aplicar un esmero mayor. Nada relevante, espuma de las ideas, humo del corazón. En lo demás, valses de Strauss en la 1 y ausencia absoluta de resaca. No hubo motivo. En realidad no hay variación, ni mudanza, ni percepción fiable de que los astros se conjuren para abrirnos los ojos y hacernos más felices de lo que éramos. El descontento con el que se nos trajea a diario, esa sensación de que podemos vivir mejor o de que es otra y no la nuestra la vida que merecemos, decae cuando rivaliza con otro descontento o infelicidad mayor, de modo que una, la menos grave, baja de rango, se deshace a poco que pensamos detenidamente en ella. Creer que una fecha en un calendario va a conducirnos a una existencia más confortable o alegre o plena es un anhelo legítimo, inconsistente también, al que propende fieramente el alma necesitada, cuál no lo es, pero no hace que se incline el favor del cosmos o de Dios o del antojadizo azar, tan ladino y cuco, tan irresponsable y volandero, tan huidizo. De todas formas, no cuesta trabajo pedir en voz alta, audible y elocuente, que se nos concedan los favores y empecemos el año nuevo con abundancia de placeres, con la gracia de la bondad y con la bendición de todos los invisibles santos del callado cielo, con el beneplácito del universo, ese techo hermoso y misterioso. Lo pedimos por si se nos escucha, quién sabe, por si lo solicitado cuadra en la trama celeste y se nos permite participar del festín de la dicha, ese cuento con el que nos hacían conciliar el sueño cuando pequeños. Es al dolor para lo que no se nos instruye. El dolor es una asignatura suspensa. Estamos hechos para las dulzuras del mundo. No tenemos esa cultura, la del dolor. No se nos muestra. En su lugar, tenemos la cultura de la fe, y no necesariamente fe religiosa, da igual el credo y las imágenes, es la fe como asidero, como refugio, como bálsamo, como alimento, como placer también. Creer en algo para sostener el peso de las horas. Agrada tener fe, disponer de ese orden espiritual. Entrar el año es poner esa fe en danza, darle vuelo, izarla, hacer que concurra su concurso y de alguna manera haga escrutinio favorable en nosotros. En cerrar un año se tarda lo que en abrirlo, son estadísticas huecas, son cuentas de otro, no sé si útiles en algo más allá de la invención del festejo o de su conciliación con la necesidad de que haya cosas que festejar. Hay un secreto y compartido malestar por este exceso de armonía y de abrazos y se desconfía de la filantropía y del amor, de la bondad y de todas sus zalameras criaturas. En el fondo, anhelamos la luz, la queremos a nuestro lado, son veneno las sombras. Y si usted no es feliz, se le obligará a serlo, esto es el goce perpetuo, el más alto y el más noble, este mundo es el mejor de todos los posibles, etc. Este servidor desea que el año que principia hoy sea bonancible y que la salud nos conforte. Es lo único remarcable. Salud y amor juntamente. Se desea sin saber si llegará a algún negociado de favores esta petición mía, si lo que yo pido tendrá más merecimientos que lo pedido por otro, si mi voz pequeñita puede oírse en las alturas, si de verdad todo esto cuenta para algo y tendremos ventaja en el reparto de dones. No sabe uno, nunca se sabe, no tenemos a mano respuestas, sólo manejamos las incógnitas, son demasiado complejas las ecuaciones, no nos enseñaron a despejar las equis, son muchas las equis, estamos a punto de empezar de nuevo, será que al final lo que consuela es la ficción de que es posible empezar de nuevo y el uno de enero nos conforma. Este texto es un bucle. Lo colgué el año extinto y el venidero haré lo mismo. Es un deseo invariable. Tengan ustedes un buen año.
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