5.10.25

En el día de los maestros

 


Para todos los buenos maestros que me han hecho ser mejor maestro, para todos los alumnos que me han hecho ser mejor alumno. Porque aquí todos enseñamos y todos aprendemos. 


Miramos el mundo una sola vez, en la infancia. El resto es memoria.

(Louise Elizabeth Glück)



Fotografía: Wayne Miller


No sé la de veces que he admirado esta fotografía. Hay pocas que me eleven más el ánimo cuando decae. Es una de las representaciones más sencillas de la felicidad que pueda verse. No sabemos de qué se ríen esos niños que ríen, no tenemos más información que la evidencia de que se lo están pasando bien en un grado extremo, pero hay un trasvase entre la fotografía y el que la mira y se acaba inundado de alegría, que es una felicidad pequeña, de andar por casa. 


El oficio de maestro, el que ejerzo, del que vivo y el que me hace vivir, en cierto sentido, da la posibilidad de que asistas a momentos así. No se organizan, no están programados; tampoco hay una manera previsible de hacer que se produzcan, pero de vez en cuando ocurren y se alcanza ese sentimiento de complicidad absoluta, de alegría brutal también, en el que el tiempo de ellos -recién empezado a andar, limpio - y el nuestro - ya avanzado, con sus muescas y sus rotos - se une. Digo que no es algo que suceda a diario. Quizá ni siquiera esté bien que suceda a diario. Todo lo que se convierte en rutina pierde su deslumbramiento, su capacidad de seducción o de fascinación. Y digo también que yo he visto muchos como este. He visto cómo se dejan la vida en la risas, en los juegos; cómo transmiten paz y armonía y cien cosas más que no sabría contar ahora a los que observamos desde afuera. Y sé también que no es afuera del todo. Los maestros, que somos afortunados en tantísimas cosas, vivimos con ellos y somos, en parte, considerando la imposibilidad de lo que digo, niños o niñas que se ríen cuando ven en la pantalla algo que les gusta, cuando los juegos del patio son la única verdad del mundo, cuando la vida es limpia y es pura y es hermosa. 


El maestro, el bueno, contagia felicidad. No creo que exista una transmisión de valores, formativos y cívicos, sin que la impregne la emoción de sentirse feliz haciéndolo, y los maestros nos sentimos felices en nuestro trabajo. El entusiasmo es el combustible de la educación. Educar es conseguir que la voluntad del niño, sus deseos, sus esperanzas, se amolden y se integren con los deseos y las esperanzas de la sociedad en la que está inmerso. Eso de la prosperidad y del mundo mejor que en ocasiones airean los políticos, henchidos de gozo, conscientes de estar diciendo las grandes palabras, aunque después no siempre las cumplan, no es un milagro, uno de esos prodigios del azar, sino una consecuencia de una buena escuela llena de buenos maestros. 


El mundo, si va hacia un estado mejor del que posee, será por el concurso benefactor de esa escuela, que es una especie de gran teatro en el que se mueve el maestro, que es un actor y desempeña todos los matices de la trama. Se adquieren esas formidables cosas si se van buscando desde edades tempranas, si la escuela, la escuela pública, de esa es de la que hablo, por llevar en ella treinta y algunos años y saber de lo que hablo, fija en su organigrama un pensamiento inamovible, uno en el que priman la imaginación, la originalidad, que fomenta lo creativo frente a lo predecible, que hace madurar a quien estudia,  incitándole a confiar en el maravilloso juego que supone el estudio si lo hace con libertad, con respeto, con ansia de saber y de que le enseñen. Pero la escuela de hoy en día cree a veces que la creatividad es un obstáculo, concibe al creativo como un elemento díscolo, en una anomalía. Crear permite que el camino no sea únicamente el que marcan las pautas o el que cae del cielo invisible de la administración, tan obcecada en las estadísticas, tan alegre en ir dando palos de ciego. Los palos de ciego a veces sangran. 


Una de las obsesiones de la escuela es la de crear trabajadores del futuro, personal cualificado en el desempeño de los oficios que hacen que un país avance. La escuela está pensada, desde donde sea que la piensen, para que entregue a la sociedad personal capacitado para que todo siga girando y no se rebaje jamás la formidable idea del bienestar. ¿Es malo todo eso? No, si se aliña con la diversión, si se viste con la originalidad, si se cocina con unos cuantos ingredientes traídos de casa, sin necesidad de que estén organizados en un papel colgado en un corcho, sin que los gerifaltes desde sus despachos nos abrumen con burocracia (inútil, las más de las veces), sin que quien no ha pisado un aula en su vida se atreva a hablar sobre ella en la creencia de que es bueno lo que dice y que se obedecerá su discurso. Basta hacer que el trabajo, la constancia y el sacrificio (palabras no siempre elogiadas) cundan, ejerzan su oficio bendito. 


Si el maestro es feliz hará que lo que enseñe irradie felicidad, pero la felicidad del maestro, incluso la del más optimista y de una profesionalidad más orgánica, más pura y más viva, está continuamente zarandeada por quienes lo evalúan, por todos los que experimentan con su trabajo, con su amor indeleble hacia las disciplinas que trata de enseñar y con su absoluta convicción de que el futuro de una sociedad se forja de nueve a dos en un aula, y que ese propósito (dejad que me entusiasme) no se puede malograr por las embestidas de la burocracia. La escuela es un bien irreemplazable, una especie de santuario laico de conocimiento, libertad, progreso y cordura. Falta cordura en el mundo en el que vivimos. Si alguna vez se aprecia que ha vuelto será porque algunos maestros han contribuido a que acuda. Cuando estuvieron cerradas, en la pandemia, es cuando de verdad estuviern abiertas. Se hablaba de ellas como casi nunca se había hecho. Se hablaba de los maestros también, lo cual no está mal. Por una vez no para decir qué buenas vacaciones tienen o si alguno ha sido vapuleado por algún alumno díscolo. Disruptivo, dicen ahora, qué bien está cambiar la velocidad de las palabras, su concurso en la conversaciones. Por eso me parecen bien (sin alharacas, sin que me tiemble el ojo de la emoción) el Google Classroom, el Skype, el Moodle  y cualquier otra herramienta habilitada para dar clase, todas contribuyen (contribuyeron)  a que el marasmo no sea mayor o a que el colegio (qué preciosa palabra también) no olvide a la sociedad en la que está inscrito, pero ninguna hará que un alumno ría con el corazón, mire al maestro con afecto, sienta que se le está llevando de la mano con respeto. Porque eso hacemos los maestros, muy resumidamente expresado: cogemos la mano de un niño y, pasado un tiempo, la soltamos. Ya la cogerá otro. La vida es una sucesión de gente que nos coge la mano y gente a la que se la cogemos y de manos que deberán soltarse para que nadie las dirija. Nuestro trabajo es así de emocionante. La tecnología es un milagro a nuestro alcance, pero no da con la clave verdadera, la del espíritu, la de los sentimientos. 


No se aprende si no hay emoción. Lo han dicho mil pedagogos y lo dirán mil veces. Quienes no comparten esa idea es que no han entrado jamás en una clase y han visto trabajar a un maestro. Lo que es un milagro cotidiano es la escuela, un milagro invisible, si se me permite. Merecemos los maestros una consideración mayor en la sociedad. No la tenemos, en eso no hay duda. Quizá se nos acabe concediendo esa distinción moral. No como en Japón, no es necesario tanto, donde el mismo emperador se inclina ante los maestros. Vino a decir que de no haber maestros no habría país que gobernar. Aquí nos conformaríamos con no ser zarandeados, ninguneados, despojados de cualquier autoridad. Qué error. Qué ceguera la de algunos. Porque este oficio es uno de los más hermosos. Algunos salvan vidas, se ve siempre, a poco que miremos con atención. Lo que se nos ha encomendado a nosotros es a construirlas, a esculpirlas. Ese es el contrato que hicimos cuando aprobamos una oposición y nos dieron las llaves de un aula. 


De los malos maestros un amigo mío (maestro también) solía decir que se ocupaban de castigar a los niños ciegos en los cuartos oscuros. Sobre la educación hay tantas opiniones que no siempre tiene uno a mano la que más conviene, ni siquiera se tiene una propia, formada, más o menos consistente. Se muda de una a otra a razón de los tiempos que corran, incurriendo a veces en locas aventuras dictadas por la moda y, también con fatigada frecuencia, cayendo en la costumbre de creer inmejorables las formas de antaño, las que no se dejan convidar por las insinuaciones lúdicas de la época en la que le ha tocado estar. Ni unas ni otras valen por sí mismas, enteras y excluyentes: ni la injerencia masiva de novedades, con la retirada de las técnicas vetustas, las del idealizado pasado, ni la entronización de esa escuela con la que aprendimos los que ahora nos dedicamos a enseñar, con su amor a la memoria, con su heroica (y épica también) apuesta por el conocimiento. De conformidad a esta mudanza en el paradigma educativo, hemos hecho bilingües las áreas que antes se conformaban con el manejo lustroso de la lengua vernácula, tal vez malogrando tres cosas al mismo tiempo: el área en cuestión, el español descartado y el inglés abrazado. Hemos digitalizado la enseñanza al punto de que la mera transmisión analógica de los conocimientos se observa con suspicacia, como si quienes todavía la auspician (maestros de la vieja hornada, escuché hace poco) desoyeran la voz de la calle, el runrún de los tiempos. Hemos declinado la primacía del saber, esa especie de bendita nomenclatura de cosas que poseía la facultad de funcionar como esos links que ahora brincan por la red. Éramos capaces de cartografiar esos datos y extraer una consecuencia, un sentir o una causa que lo hilara todo, de modo que la realidad se comprendía (cada uno a su manera, claro) sin que intermediara un agente externo ocupado en rastrear todos esos datos y rendirlos en milésimas de segundo. El hecho de que esté a nuestro alcance ese buscador universal es algo maravilloso, no hay palabras con las que expresar la gratitud hacia esa herramienta portentosa, pero si la endiosamos, si le encomendamos la resolución de cada pequeña incompetencia que nos asalte, estaremos debilitando (lo hacemos ya, con estimable celeridad) la locuacidad del ingenio, la dulce y bendita propiedad de las palabras. 

Imagino que, como casi todo en la vida, esas ideas sobre la escuela van cambiando. Hay cosas maravillosas en el acto de enseñar. Uno cree haber aprendido a ejercer el magisterio (así se llamaba antes, en su facultad estudié yo a principios de los ochenta) y constata que se pueden hacer mejor las cosas y también que podrían malograrse e irse todo al estéril carajo, donde cada uno campa a su antojadizo albedrío. El maestro es un provocador. Eso hacemos: provocar. Ahí no hay indicador que administre esa voluntad mágica: la de inocular el asombro y la inquietud en quien está formándose, descubriendo el mundo, encontrándose en los otros y conviviendo con ellos en una idílica armonía, que luego (muchas veces) se deshace. No dudo que el maestro digital valora ese don como lo hace el analógico. A ambos les incumbe el propósito firme de iluminar, de guiar, de transmitir, de educar, en definitiva. El maestro es ese agente externo, el jugador del ajedrez de la vida que va unos cuantos movimientos por delante y prevé los errores ajenos y modela y rehace los suyos para que la partida no tenga un ganador, sino que concluya en las tablas previstas. Se trata de hacer que el que gane sea el juego y pierda importancia (o no la tenga en absoluto) quién da el jaque mate. Nadie se apropia de la victoria, no la hay. Es de las pocas cosas en las que se observa un beneficio mutuo. De hecho, aprenden los dos jugadores en liza. Sin afección, con la sinceridad agradecida del que disfruta muchísimo de los avatares de la contienda (educar es un acto no siempre pactado y pacífico), suelo despedirme a final de ciclo de los grupos a los que imparto expresando mi deuda o mi agradecimiento. 


Enseñar es aprender. No hay día en que ellos no me hagan ser mejor en mi oficio, me disculparán el halago propio. Hay también días difíciles, cómo no va a haberlos. Tienes la sensación de que todo se enmendará, pero te duele la flaqueza de la tarea, ese desear mejorar y apreciar que se te ponen trabas, prerrogativas de la gobernanza normativa, obstáculos administrativos, injerencias no siempre útiles (muchas veces verdaderamente irracionales) a las que debes dar cumplimiento, porque no estas solo ni es tuya la escuela ni es siempre tuya la decisión de hacer las cosas a tu particular modo. Luego está la inclemente marea de los tiempos. Levantiscos ellos, obstinados en contrariarte. Estos no son los mejores, tampoco sé si otros fueron más generosos o festivos. Sé que luchamos contra gigantes. Tienen a veces la presencia amigable y poco invasiva; otras, a poco que uno se detiene y mira con detalle, medran en documentos que te aprisionan en su red de compromisos y de exigencias. Es ese monstruo, una vez liberado, el que nos hostiga y desarma. Hostigados, desarmados, entramos al aula con la sensación de que no es el sentido común, el admitido sin fractura, el que nos guía sino otro sentido, menos común, de menor acatamiento, apoyado en el tsunami de la burocracia, en su vértigo de registros y de comparecencias, en su hartura de reuniones absurdas y vacías, descorazonadoras. 


De algunos de los maestros que tuve guardo un recuerdo borroso, no me atrevería a hablar de ellos, por temor a equivocar mi juicio o por permitir que intervenga la nostalgia y les haga crecer y aparentar ahora lo que no fueron. No pensaré en ellos en esta ocasión, no lo hice antes tampoco. No hay que hablar de lo que no nos gusta hablar. De otros, sin embargo, tengo un recuerdo que no ha sido rebajado por el tiempo, como si acabara de dejarlos hoy mismo y todavía escuchase sus voces en el aula o en los pasillos. Alguno me susurró al oído lecciones que han perdurado siempre. Me hicieron bueno, machadiamentw dicho, creo yo. Todo lo bueno que he podido ser lo he aprendido en el tajo, en el desempeño diario, en el bregar feliz. Toda lo malo que después haya podido impregnar mi espíritu (algo habrá, no todo es un camino de rosas, ni la vida misma lo es) no ha borrado del todo esa bondad que me inculcaron. Lo de menos es que aprendiese mucho o poco o que mis calificaciones fuesen espléndidas, no viene al caso que lo fuesen o no. Que en algún momento de mi vida decidiese dedicarme a la docencia es, en parte, por ellos, por esos buenos maestros que cuidaron de mí y me llevaron de la mano (no puedo evitar pensar en Don Carlos Galán Verdejo) y luego, cuando lo consideraron oportuno, me la soltaron, ya he dicho eso. No sé si a quiénes he cogido yo de la mano y si alguno tendrá hacia mí el agradecimiento que yo les profeso a los míos. En esta ocasión es el alumno el que habla, no el maestro sobrevenido más tarde, feliz en su aula, convencido de que la escuela es su segunda casa, a pesar de en ocasiones duela el poco aprecio que se le tiene afuera y el descrédito que uno percibe. Al final son los niños los que perduran, son ellos los que hacen que merezca la pena este oficio. 


No tengo muy claro qué se celebra en el Día de los Maestros. Quisiera que alguien me explicara en qué consiste esa festividad y la razón por la que hace falta que se festeje nuestra existencia un flaco día al año. No entiendo algunas cosas, no se me ocurren las razones que las avalan. Me causa malestar que nos zarandeen como lo hacen, me apena que la escuela pública no esté considerada como una de las instituciones más nobles y necesarias. Porque no se pasa por la cabeza que no sea así. Es en la escuela en donde empieza todo. No hay nada que seamos en el futuro que no haya nacido en una escuela y haya sido guiado por un maestro. Está ocurriendo que el maestro no tiene la consideración de antaño, no se le reconoce el peso enorme que lleva a cuestas. Yo, al menos, constato esa desafección. Debe ser la misma que se tiene por las librerías. Se cierran más que nunca y ya nadie se atreve a abrir una nueva. Los libros, que son maestros privados, también nos llevan de la mano y nos educan, a su secreta y firme manera. 


Que no se cierren escuelas es por una mera circunstancia normativa. No depende de quienes las ocupan, ni de los maestros, ni de los padres, ni de los alumnos. No existe ese escrutinio feroz, no está la escuela al antojadizo capricho de nadie, pero poco a poco se la va cuarteando, se restringe su ámbito de influencia, sólo aparece en los medios de comunicación cuando hay un caso de acoso o cuando roban en ellas o cuando un padre agrede a un maestro. Hoy dirá algún telediario que es el día de los maestros. Mañana ninguno hablará de nosotros. Hoy, hablo yo de mis maestros, de los antiguos que tuve y de todos los que me han acompañado y todavía lo hacen en la escuela en la que trabajo a diario. Aprendí de todos, todos contribuyeron a que yo fuese mejor maestro o mejor persona, eso habría que preguntarlo, no es uno el que debe opinar en eso, no me cansaré de decir eso, aquí lo he consignado varias veces. 


Al final se trata de ser buenos y de hacer el bien. Se ve que ando sentimental hoy, no me presten mucha atención. Será uno de esos estados de cansancio. Al final, cuenta ver reír a todos esos niños que tenemos el honor de hacer caminar junto con los padres que los trajeron al mundo. Pero no somos los únicos. Los educan en la televisión, en las redes sociales, en muchas escuelas que no poseen ni pedagogía ni afecto, pero ese es otro asunto y hoy, en el Día de los Maestros (hoy escuché en la televisión El Día de los Docentes y de las Docentes y me eché a temblar por el desquicio lingüístico) únicamente he pensado en hablar bien de nuestro oficio. No hay otro mejor.


Se le encomiendan a la escuela trabajos que las más de las veces deben ser abordados en casa. Nosotros solo debemos cuidar de que no flaqueen esos valores con los que nos lo entregan, que ya deberían venir conformados cuando pisan el aula. Son tantas las tareas que se nos asignan que no sabe uno cuál priorizar y, por falta de tiempo, cuál apartar o, de vez en cuando, censurar incluso. Suelo decirles que lo menos importante es que sepan cómo analizar una oración, sumar fracciones con distinto denominador o pronunciar con pulcritud la canción que estamos aprendiendo en inglés, que es más importante ser responsables y valorar el trabajo, respetar a los demás y tolerar la diferencia que muchas veces nos separan de ellos. Me esmero, en lo que puedo, no sé con qué fortuna, en hacer buenas personas, a la par que enseño lengua o inglés o matemáticas. En ese esfuerzo por educar también uno se educa. No es algo que dejara de hacer, siempre hay oportunidad de hacer las cosas mejor y la manera en que tratamos a los alumnos nos hace pensar en si de verdad lo hacemos o tan sólo cumplimos con lo esperado, sin ahondar, sin dejar que esa educación impregne y cale. 


Hay maneras de combinar esos dos encargos, el de la formación y el otro, el de la educación. Creo que una parte fundamental de nuestro bendito oficio es ésa, la de educar, la de evitar que caigan en los vicios que se ven afuera y no insulten, ni agredan a quien no comparte sus ideas, ni hagan apresurados juicios de valor sin antes haber comprendido las razones que arguyen quienes no piensan como ellos o que tengan una idea de la justicia (o de la tolerancia o de la dignidad o del trabajo) que a veces no aparece en la medida en que uno quisiera. Es tan fácil (y tan recomendable) pensar distinto. Uno de los problemas de esta sociedad (me atrevo a decir que tal vez el más acuciante) es el de no tolerar lo diferente. Lo hacemos por pereza intelectual, por no ponernos en lugar del otro, por no evidenciar en demasía que nuestro comportamiento es circunstancial y no está sustentado por convicciones sólidas, de las que se defienden y (ahí está el problema) de las que puede uno prescindir, llegado el caso, si las del otro de pronto nos parecen admisibles, razonables, fácilmente integrables en nuestro constructo moral. Andan los gobiernos poniendo y quitando áreas, abriendo y cerrando acuerdos sobre qué ley será mejor para administrar con eficacia (y también con futuro) la escuela. Lo hacen a ciegas o lo hacen sin mirar bien, una de dos. En cuanto se estén quietos y dejen que una ley se asiente en su ejercicio y se consolida, esto empezará a funcionar. Mientras haremos probaturas, ejercicios malabares, bailes de salón para que todo parezca musical y divertido, pero no se harán las cosas bien. 


Tendremos (seguiremos teniendo) alumnos que no dicen buenos días por la mañana, ni levantan la mano para solicitar que se les permita decir algo; tendremos ciudadanos (hemos pasado del estado infantil o adolescente al plenamente cívico) que agreden a sus parejas, a las que en teoría aman y con las que encaminaron un camino de prosperidad sentimental juntos. Seguimos con la escuela: da igual la cantidad de programas que se implementen para que los alumnos sean educados, tolerantes, cívicos, respetuosos y conscientes de la dignidad de los otros, de su libertad (que no debe ser vulnerada) o de cualquier consideración de índole social o sexual o religiosa o política. Se puede cargar el horario de las clases con actividades que conduzcan a paliar todas esas desigualdades, pero no servirá para nada ese esfuerzo (a veces intenso, muchas veces baldío) si no se secundan en casa, en el entorno protegido de la familia, en esa cápsula de intimidad en la que se fijan tan indeleblemente los rasgos de la personalidad y que podrán ser consolidados en la escuela, pero no fundados en ella. 


Imagino que los países que de verdad progresan en estos logros sociales son los que tienen un sistema educativo en el que la escuela es concebida como una especie de templo del conocimiento y de la educación. Qué lejos estamos aquí de esa idea, con qué desaire y rechazo se ve la escuela desde fuera a veces, incluso desde las familias que nos entregan su posesión más preciada, la de los hijos, la del futuro, pero no habrá éxito en ese depósito si la casa flaquea, si en ella no hay otra escuela que complemente a la nuestra, también se puede decir a la inversa. De ahí la importancia enorme de que padres y maestros hablen y se escuchen, expliquen y argumenten, tengan control del trabajo que tienen entre manos y no escatimen esfuerzos para que ese trabajo fructifique. Luego iremos a Marte o decidiremos que nuestra región ya no es del país al que perteneció o construiremos hogares inteligentes, pero el paso primero (más importante que los viajes estelares, las secesiones o la domótica) es dar los buenos por la mañana, levantar la mano cuando uno desea hablar y entender que lo único irrenunciable es que seamos buenas personas. En ese sencillo deseo reside la construcción de una sociedad justa y digna, pero luchamos contra gigantes. Y tienen los puños cerrados y la ira les come. Están en las fronteras de los países, están en las cloacas de las ciudades, están en los despachos de los ministerios, están en las barras de los bares, están en el corazón de la tierra. 


Quizá vengamos al mundo con el mal en la sangre y todo sea una carrera de obstáculos por extraerlo o hacer que no campe a sus anchas y gobierne a su antojo. Todo está por empezar. Acabamos de abrir los ojos. La luz está conquistando el aire.


Que tengan un buen domingo. 



adenda:

Retomo con poquísima variación este texto sobre maestros y para el día de los maestros que escribí hace unos años. Alguien me hizo recordarlo hoy. Sigue pareciéndome mío. Hay algunos que, releídos, me parecen ajenos. No este. Lo debí escribir con el corazón. 

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