3.10.25

El pecado, el perdón, la esperanza

 


Hay pecados que aburren, no tienen sustancia, apenas sostienen una ofensa al Dios que los redactó o los hombres que los cometieron. Se cuentan por inercia, dan la exacta cantidad de arrepentimiento con el que se zanja la falta que se ha creído cometer. Lo de que la vida se creó en ausencia de pecado queda en parábola, en narración conminada a la liturgia dominical o en escaramuza moral de la mente inclinada a la comunión de su espíritu con la huidiza divinidad. No se me ocurre pensar en si pecar va a evitar que finalmente reciba la vida eterna, esa promesa antigua sobre la que con más o menos certeza ha ido uno construyendo su proceder entre los vivos. No querré (creo) vivir para siempre si no puedo escribir cada mañana o besar a mi mujer al llegar a casa. Tampoco sé si la costumbre de escribir o de besar tendrán algún predicamento celestial y se me agasaje con otras distracciones (no sé de qué sustancia estarán hechas) que cancelen la añoranza de las que tenidas como hermosas en vida. Habré pecado y me habré arrepentido, esas dos instancias místicas confinadas en el territorio emocional de la intimidad, sin que nadie les otorgue más trascendencia que la privadamente estipulada por quien las maneja. Pecar no es sólo un asunto de índole bíblica. Lo de menos es qué palabra escojamos para nombrar esa transgresión de los preceptos de la Santa Madre Iglesia, a la que yo no miro siquiera, de la que me siento ajeno al modo en que lo estoy de los clubs de lectura vecinales o de la numismática magiar. Ya no disfruto transgrediendo, aunque acepte que he disfrutado hacerlo cuando debía hacerse, no sé con qué propósito ahora. Transgredir es un verbo fuste clásico, pero no suena bien (fonéticamente incluso) purgar las transgresiones. Las palabras nos pertenecen como si fuesen extensiones de nuestra propia condición orgánica. Así que agrada (aquí se expresa mi desiderata) la resolutiva y antigua semántica del pecado. Conforta extraviarse de vez en cuando, acometer con inocente liviandad o alevosía firme alguno de los extensos inventarios que el pecado ha ido manuscribiendo a lo largo de los siglos, ya sean afrenta contra el discurso religioso o contra el discurso interno, el doméstico, el de uno consigo mismo, el que nos hace saber qué está bien y qué no, pues no se trata de otra cosa. Si no es Dios misericordioso lo seremos nosotros, nos daremos arrobo cuando nadie esté al tanto y podamos pensar sin distracciones en lo que estamos haciendo con nuestra vida y si algo podría mejorarse, por bien propio o (más cívicamente) ajeno. Hay tanto a lo que aplicarse para que todo funcione mejor y el mundo gire más armónicamente. 


Creo recordar alguna lección filosófica de instituto en la que se nos pidió pensar en si el delito era pecado, regia ley de Dios o del falible hombre. P. fue un profesor de instituto bueno, si todavía guardo esa discusión en la que, a fuer de sincero, ignoro si me involucré y di mi opinión o escabullí participar e hice lo habitual entonces y a veces también más tarde: dejar que otros expongan y escuchar con fruición, sin que mi presencia delatara un interés. Fue sacerdote antes que profesor o lo fue al tiempo. Cambió (digamos) el púlpito por el pálpito. Pensar es de valientes. Siempre hay una pérdida, por más que se gane. Todo muy brumoso. Del entonces al ahora he incurrido en pecados y me he delatado las veces suficientes acerca de cómo pienso, tal vez con más frecuencia de la debida. Siempre hay algo que decir, me concede K. Escuchar los pecados ajenos es un ejercicio aburrido. Contarlos también. Muchos de las confesiones las conocemos de primera mano, incluso en ocasiones se tiene la impresión de que nos hemos adiestrado en su empleo y basta nos han curtido. Pecar curte, podríamos resumir. Contar con un sacerdote que nos administre el sacramento de la reconciliación con Dios no es más necesario que contar con un amigo que nos acompañe en la rendición íntima de nuestras debilidades. No sabemos si se nos escucha, si hay un arrimo divino y la conversación cae de ese lado también y se produce la restitución del perdón. En esto se maneja uno con tacto porque no siempre aflora el teólogo que todos llevamos dentro y entra en lo posible que salga un texto blasfemo, lo cual no entra en ninguna de las pocas intenciones con las que lo vierto, pero quién sabe. Creo firmemente que pecamos de pensamiento, palabra, obra y omisión, cada uno de ellos en su ámbito y con su cuota de entusiasmo. Creo que he aprendido a perdonar mis faltas. Qué difícil es el perdón. Llevo unos días pensando en él, en la posibilidad de que perviva la noble aspiración de que el mal que se nos hace no cuaje y nos permita medrar sin que nada duela demasiado y podamos conciliar el sueño de noche y levantarnos con fe en el día al ver que la luz se cuela por la ventana y nos baña. Se trata de dar con algo mejor, no hay más. Siempre ese anhelo. También nos arrepentimos con ese mismo ímpetu. Al final no hay nada nuevo bajo el manto de estrellas en la noche y el azul cielo por los días. Por lo demás, hay imperativos inexcusables, mandamientos que evidencian cordura, vigile o no vigile Dios desde las alturas y cuide su observancia. Las religiones (judaísmo, cristianismo, islam) han divulgado con ardor su letra, pero se entiende que no debemos matar o robar o mentir o codiciar, se me ocurren ahora esos. Está bien honrar a los padres, cómo no. Tomar el nombre de Dios en vano (sin darle eco) es un desacato a la educación. Da igual que se tengan creencias o se carezca de ellas. Todo muy brumoso y hermoso también. Y siguen cayendo las bombas y los juegos de los niños huelen a escombro. 

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