Hay palabras que uno escucha y de las que no se zafa. Más aún: las pronuncia con pensada intención de elocuencia, como si decirlas aliviara o de pronto adquirieran un significado no previsto, una especie de periferia de la palabra misma, una epifanía sanadora. Hoy irrumpió alguna, cuándo no; permaneció el día entero, larvada y casi con promiscua intención. No supe dónde calzarla, se me resistió, dejé que mi memoria la tutelase, pero no hay confianza en ella, se teme que se desquicie o que se descarríe entre las demás palabras y no volvamos a tener su presencia, de ahí que la registrara nada más llegar a casa. La dejé apuntada en una libreta pequeña, en la que apunto esas revelaciones privadas, que dan al día un aporte del que carecía cuando a su antojadiza y caprichosa manera se pronunció. Van ahí conformando un diario léxico, un evangelio semántico. Cuando abro la libreta y las pronuncio (bonhomía, plebiscito, jacaranda, solaz) siento que las palabras vuelven a tener su épica hermosa.
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