En el Día de San Lúpulo, Dios lo tengo en su gloria.
La ebriedad es nieve a la que entregamos una pisada obscena de barro caliente. El blanco humillado por el pie recuperará el fulgor antiguo. A veces se maneja uno bien en descomponer el paisaje, en desdecirse, en proclamar una varianza del ánimo, una especie de tumulto interior que no siempre está a mano y que prorrumpe con absoluta vehemencia cuando bebemos. No sabemos mucho sobre ese anhelo antiguo de embriagarse. Será la sangre, que se gusta cuando nos ponemos alegres y danzamos sin música. Hay quien se atavía para la representación y quien no precisa atiendo. Eso de ataviarse en plan regional para ponerse ciego de cerveza me suena a coartada cultural. Todos los festejos en los que uno ha participado suelen convidarse de fe en el poder liberador del alcohol. Luego cada cual invente qué tenía enfermo y si la ingesta de bebida palió el dolor o no. Uno se despoja del yo rutinario, se emperifolla a la usanza más castiza y se castiga el cuerpo a base de productos de la tierra. He visto gente precipitada al desquicio etílico en la creencia de estar ejerciendo algún tipo de rito ancestral, tal vez alguien me recuerde ejerciendo ese desempeño. El cuerpo es una máquina obediente a la que no debemos maltratar: si le damos placeres, los pide más tarde, reclama que vuelvan y sienta la misma efervescencia, el mismo baile de moléculas, fieramente incluso. Si lo encerramos en una cárcel y le privamos de esos placeres el cuerpo tarda bien poco en olvidarlos. Esta es la obediencia. El vértigo es la traición. Por eso nunca he ido al Oktoberfest en Alemania, aunque nunca es tarde. Temo engancharme. Temo asemejarme al pobre perro de Pavlov y buscar en cada camarero de los bares que frecuento a la hembra bávara de la fotografía que ilustra este escrito. Y encima adoro la cerveza. Lo que no me cuadra es el desafecto de la juventud de ahora por un buen atrezo. La ingesta masiva de cerveza es la cara vista del botellón, que es un oktoberfest semanal sin cristal ni rubias jaquetonas de ubres ubérrimas y brazos de leñador.
El mocetón que se pone tibio de birra en un reservado que la Concejalía de Cultura o la de Festejos o la de Urbanismo le procura para que satisfaga a gusto no percibe el alcance metafísico de la cogorza. Tan solo se evade, sin saber o sabiendo a ciegas. A Baudelaire, bebedor insigne, un orfebre de la causa a tiempo completo, le ofendería este uso agreste de los elixires a los que rindió pleitesía. Le daría grima el desparpajo con el que los jóvenes se acuartelan en las traseras de sus coches y vacían litros de turbio garrafón. Le produciría ardores intelectuales que malgastaran el tiempo en esos festejos paganos, inverosímiles (beber hasta aturdirse, sin razonar los motivos del desquiciamiento y conducir la ebriedad a cierto estado de inspiración artística, digamos). Lo que inquieta de este rebaje en el glamour es que se esté gestando una sociedad bruta, ciega y sorda a la que no le interesa lo más mínimo adornar la ebriedad, embrumarse de palabras y alcanzar una especie de nirvana perfecto del que luego poder bajar y al que en ningún caso se le debe peaje. Qué delicia embrumarse uno, perder la conciencia a sabiendas, no tener los pies en el suelo, sentir que milagrosamente se flota, ayuntar el aire al corazón y adquirir la facultad del vuelo. Lo malo de tener tanto con que ocupar el tiempo es que se pierde una parte preciosa de ese tiempo disponible en decidir cómo ocuparlo. Si en desoír el ruido bastardo de las cosas o en acunarlo y darle motivo y residencia. Si en hacer memoria y convenir una trama inédita o en desprender las palabras del eco que las convoca. Y el espíritu elude la responsabilidad de entender el porqué de su zozobra y el cuerpo vaticina un esplendor del que los poetas extraerán la sustancia del cosmos. He ahí el recado del vuelo, su trampantojo dulce y alado.
He tenido y aún tengo buenos amigos a los que los perdió la bebida. Alguno, al que lloro en ocasiones, no lo contó. Pero ninguno de ellos se precipita a las afueras y se engolfa el hígado con brebajes infames. No son ricos ni se procuran licores caros, pero le dan carta de estilo al acto sencillo de beber. Se engalanan casi. Se colocan en esa posición cómoda desde donde disfrutar sin que el exceso enturbie ese disfrute. Es francamente complicado no querer ir más allá. Mi amigo Curro no supo manejar la felicidad brevísima y fantasmal de un gintonic oyendo blues en la barra de un bar y murió sin dejar ni siquiera, pese a su edad, un cadáver perfecto como querían los puristas del negocio de los tóxicos. Tampoco Antonio, su hermano, el llorado. Al menos disfrutó del éter venéreo de sus vicios en buena compañía, abrigado en invierno, fresco en verano, consciente del riesgo, orgulloso de gobernarlo a antojo, decidido (al cabo, a mi desgracia como amigo) a mirar el abismo y permitir que el abismo también lo viese. Y todo sin traje regional. Sin alemana reventona. Sin coartada cultural que valga. Se les echa, no obstante, mucho en falta.

No hay comentarios:
Publicar un comentario