10.8.20

Praga





Las coordenadas topográficas son siempre ficticias. Crees estar en un sitio y en realidad, por más que la razón cartesiana te confirme tu certeza, estás en otro. Da igual que el cuerpo desmienta tu voluntad. El cuerpo es un estorbo. Ayer, sin ir más lejos, pensé que no estaba en Córdoba a última hora de la tarde, sino en Praga. De noche, poco antes de conciliar el sueño, cuando la cabeza va a lo suyo y no sabes cómo imponerte y hacer que pare y poder dormir, me da por imaginar ciudades en las que he estado y que imagino lejanas, como si en verdad no existieran y hubiesen sido maquinación mía. Pienso en Praga como el que piensa en la madre que no tiene o en la novia con la que descubrió los entresijos deleitosos de la carne. Praga como un territorio absolutamente mítico. Como el Macondo de Gabo. Como la Celama de Mateo Díez. Como la Región de Benet. Como la Yoknapatawpha de Faulkner. Como el Camelot del Lancelot. Como el País de Nunca Jamás del Peter Pan de Barrie. Como el Reino de Oz de Baum. Como Desembarco del Rey de George R.R. Martin. Como el condado de Mistatonic de Lovecraft. Como el fantaseado Bangor de Stephen King. Lugares que no están en ningún mapa, pero los mapas en los que creo son los de los libros, no los de las guías de viaje. Mapas del corazón. Toda esa cartografía del alma. Los lugares verdaderos (la cita es del Moby Dick de Melville) no están en los mapas. Así que ayer tarde no estuve en Córdoba, no fui al coche (aparcado a la sombra a cuarenta y dos grados), ni volví a Lucena con el aire acondicionado a pleno rendimiento (escuchando los podcasts favoritos de la familia) sino que me pensé en Praga, yendo por el puente Carlos. El Moldava fluía a su antojadizo capricho. Como siempre hizo, ajeno al discurrir de quienes se asoman al ir de su cauce.

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