Estamos a lo que nos manden, sin que ninguna voluntad propia interfiera ese dictado o, a lo mucho, en circunstancias excepcionales, emitiendo tímidas señales de enfado. A pesar de que nos atruenen las palabras y sepamos que están mal elegidas, no vacilamos en esa obediencia más ciega que otra cosa. Somos un cuerpo manso el de los maestros, siempre lo he pensado. La nuestra es una mansedumbre feliz, una especie de convalecencia continua en la adversidad (normativa, sobre todo) y también una sensación de placentera conformidad. Imagino que la fábrica que nos mueve el cuerpo es la misma que hace funcionar la de nuestros alumnos. Engranajes, tuercas, motores. De ahí la paradoja consistente en ser un gremio de una beligerancia tenue y, al tiempo, batallar con fiereza contra los obstáculos, que suelen provenir casi siempre de la intendencia, da igual quién la maneje, es costumbre estar a expensas de las ocurrencias pedagógicas y administrativas del mando de turno. Son tantas las veces que hemos cambiado el modo de hacer las cosas que sorprende que alguna dure más de la cuenta y pugne por consolidarse y, en su aplicación, se le puede extraer algún beneficio. Somos tan felices en lo que hacemos (imagino que unos más que otros) que cualquiera desavenencia se acepta con entereza y no despierta inquina, ni siquiera ese ramalazo de ira con el que a veces se cambian las cosas a mejor. No tenemos más objetivo que el de cumplir (imagino que unos más que otros) y llegar a casa con la conciencia limpia y el trabajo hecho. Hace días que anhelo la vuelta a la escuela. Agosto (a pesar de la holganza estival) se está haciendo largo: debe ser la incertidumbre, que es otro virus al que no se le puede colocar una mascarilla ni buscarle una vacuna. Espero ese momento con un ansia nueva, que no conocía. El hecho de que ande en el último tramo de mi actividad laboral no hace que me haya acostumbrado al trabajo y crea saber qué hacer. Sigo nervioso a cada comienzo de curso. Me imagino que es el primero y siento en la boca del estómago una punzada nerviosa, un hormigueo teatral. Luego vendrán en tromba las noticias (están desde hace unos meses como un mantra lisérgico) y anunciarán la imposibilidad de que todo discurra como antaño a causa de la pandemia, que es una forma consensuada de caos. Los docentes escuchamos los últimos comunicados. Es la transcripción de una incompetencia, es el dictado feroz del torpe estado de las cosas. Quizá no estemos a la altura de las circunstancias. Son tantas las llamadas vacías que no se les hace aprecio. No se dan cuenta (no se dan, no se dan) de que la distancia social es (salvo que levanten colegios nuevos o contraten maestros en masa) es incompatible con la escuela. Así de sencillo, así de doloroso también. Lo que ha ido a más afuera y no ha sido atajado todavía (reuniones, contactos, fiestas, grupos) no se antoja que pueda controlarse adentro, en el confinamiento laboral de una escuela a tope de alumnos. Que los comunicados sean contradictorios (o atropellados o directamente incongruentes) únicamente agrava la sensación de desamparo. Ojalá septiembre desmienta todo este pesimismo y podamos abrir las aulas con normalidad y no ocupemos (ay) titulares en la prensa, largos debates televisados, camas en los hospitales, toda esa ristra de situaciones conocidas.
12.8.20
Bosquianadas XIII / El jardín de las delicias
Estamos a lo que nos manden, sin que ninguna voluntad propia interfiera ese dictado o, a lo mucho, en circunstancias excepcionales, emitiendo tímidas señales de enfado. A pesar de que nos atruenen las palabras y sepamos que están mal elegidas, no vacilamos en esa obediencia más ciega que otra cosa. Somos un cuerpo manso el de los maestros, siempre lo he pensado. La nuestra es una mansedumbre feliz, una especie de convalecencia continua en la adversidad (normativa, sobre todo) y también una sensación de placentera conformidad. Imagino que la fábrica que nos mueve el cuerpo es la misma que hace funcionar la de nuestros alumnos. Engranajes, tuercas, motores. De ahí la paradoja consistente en ser un gremio de una beligerancia tenue y, al tiempo, batallar con fiereza contra los obstáculos, que suelen provenir casi siempre de la intendencia, da igual quién la maneje, es costumbre estar a expensas de las ocurrencias pedagógicas y administrativas del mando de turno. Son tantas las veces que hemos cambiado el modo de hacer las cosas que sorprende que alguna dure más de la cuenta y pugne por consolidarse y, en su aplicación, se le puede extraer algún beneficio. Somos tan felices en lo que hacemos (imagino que unos más que otros) que cualquiera desavenencia se acepta con entereza y no despierta inquina, ni siquiera ese ramalazo de ira con el que a veces se cambian las cosas a mejor. No tenemos más objetivo que el de cumplir (imagino que unos más que otros) y llegar a casa con la conciencia limpia y el trabajo hecho. Hace días que anhelo la vuelta a la escuela. Agosto (a pesar de la holganza estival) se está haciendo largo: debe ser la incertidumbre, que es otro virus al que no se le puede colocar una mascarilla ni buscarle una vacuna. Espero ese momento con un ansia nueva, que no conocía. El hecho de que ande en el último tramo de mi actividad laboral no hace que me haya acostumbrado al trabajo y crea saber qué hacer. Sigo nervioso a cada comienzo de curso. Me imagino que es el primero y siento en la boca del estómago una punzada nerviosa, un hormigueo teatral. Luego vendrán en tromba las noticias (están desde hace unos meses como un mantra lisérgico) y anunciarán la imposibilidad de que todo discurra como antaño a causa de la pandemia, que es una forma consensuada de caos. Los docentes escuchamos los últimos comunicados. Es la transcripción de una incompetencia, es el dictado feroz del torpe estado de las cosas. Quizá no estemos a la altura de las circunstancias. Son tantas las llamadas vacías que no se les hace aprecio. No se dan cuenta (no se dan, no se dan) de que la distancia social es (salvo que levanten colegios nuevos o contraten maestros en masa) es incompatible con la escuela. Así de sencillo, así de doloroso también. Lo que ha ido a más afuera y no ha sido atajado todavía (reuniones, contactos, fiestas, grupos) no se antoja que pueda controlarse adentro, en el confinamiento laboral de una escuela a tope de alumnos. Que los comunicados sean contradictorios (o atropellados o directamente incongruentes) únicamente agrava la sensación de desamparo. Ojalá septiembre desmienta todo este pesimismo y podamos abrir las aulas con normalidad y no ocupemos (ay) titulares en la prensa, largos debates televisados, camas en los hospitales, toda esa ristra de situaciones conocidas.
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1 comentario:
soy docente, y entiendo totalmente este escrito..Realmente este año sera tristemente recordado no solo por la pandemia que azoto el mundo sino por las noticias..verdaderas y falsas..por la falta de decoro y de respeto en el manejo de la información, por la incongruencia a la que hay que someterse..por el no saber que hacer o decir frente a esos alumnos que se ven "algunos "a través de una cámara... con padres desesperados que no saben que hacer con sus hijos y las tareas ...etc etc etc....sin interrelaciones personales...un año distinto en todo sentido... Saludos y que haya esperanza para un 2021 !!
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