18.8.19
Volver
Con el placer de viajar se apareja el de echar de menos la casa de uno. No sucede siempre; ni siquiera ocurre de la misma manera. Tampoco porque salir de ella trastorne o tengamos una dependencia más severa de la conveniente, sino por la necesidad de cuadrar una rutina y aplicarse con denuedo a ella. También por sentir la cercanía de ciertos objetos. Más que las casas en las que vivimos, son los objetos que tenemos en ellas, de los que hacemos uso, aunque tan sólo sean útiles por tenerlos cerca y manejar la certeza de que podemos mirarlos o tocarlos. Al regresar se tiene la sensación de que los perdimos (no es así, no se produjo ocasión de perder nada) y de pronto han sido retornados, colocados en donde estaban, los libros donde los libros, el butacón de orejas junto a la cortina, delante de una lámpara de la que sabes cuándo fue comprada y los tonos de luz que ofrece y el que más te agrada para leer o para ver la televisión. No podríamos vivir sin todos esos objetos; vacíos tomados individualmente, pero ricos y fértiles cuando se disponen unos junto a otros, de modo que hasta cuesta cambiarlos de lugar, como si esa mudanza precisara de su consentimiento y nosotros, en el capricho, los hubiésemos forzado o como si a la manera de algunas de las mejores tramas novelísticas, cada pieza de la historia está donde debe estar porque no hay otro lugar más propio y necesario y así cada mueble o cada libro en cada balda o cada cuadro en los pasillos ocupa el sitio exacto, el que una vez decidimos; quién sabe qué razones nos mueven a hacer una cosa y no otra, bajo qué oscuro o luminoso designio pensamos como pensamos y no de otro manera. Hacerse a la nueva rutina no cuesta, se hace con diligencia y con gusto. Se echa en falta el trasiego de las excursiones, las calles que hemos paseado, las ventanas de la habitación en donde nos hospedábamos y las vistas que ofrecía o el ruido vigoroso de la gente yendo y viniendo, haciendo lo que uno, pero sin ser igual, no puede ser igual; de hecho es fundamental que no se parezca en nada a lo que hacemos nosotros. Alguien puede mirar contigo (el azar ha fabricado esa composición, la de un extraño a tu vera mirando el mismo río y el mismo puente que miras tú) pero son otros los ojos, no hay dos puentes iguales, ni el mismo río puede ser siempre un único río. De ahí que yo prefiera la palabra viajero a la de turista, aunque en ocasiones uno sea turista, es muy difícil substraerse de eso, no caer en los vicios de los demás y sacar el móvil y hacer la misma fotografía que millones de personas hicieron antes que tú. Viajar es ir muy lejos, aunque a veces sólo salgas a la acera de tu calle y camines un trecho hasta llegar a la siguiente. Hay quien va al confín del mundo y no se ha levantado del sofá de su salón. Sigue enchufado a su televisor, tiene puesta la ropa cómoda que gasta en casa y sabe qué hay en el frigorífico por si le da hambre o sed. Los viajes son siempre interiores. Es en la cabeza en donde se produce el prodigio. Cabe la posibilidad de que no haya chispa y no se prenda el fuego de viajar. Cuando lo hace, en ese instante majestuoso, todo el cuerpo se confabula con él y no hay desánimo ni cansancio, aunque acabes la jornada con los pies muertos. Son los ojos los que están abiertos, felices y abiertos. Lo maravilloso (lo que ahora mismo me hace sentirme muy feliz) es no renunciar a nada y, al tiempo, poder prescindir de todo. Por eso esta mañana he mirado mi casa como si fuese ajena. Siendo de otro, al recorrerla, al tocar los cojines del sofá o mirar los adornos en las mesas, parece todo nuevo y, sin embargo, cada pequeño objeto tiene su historia. Puede ser que hayan cobrado vida en mi ausencia (como los juguetes en la saga Toy Story) y estén en su interior encantados de que hayamos regresado a casa. Ahora estoy echando de menos el Vístula. Nunca creí que escribiría esa frase.
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