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Uno necesita a veces la sensación de estar muy cansado o de sentirse muy triste. En esa composición dramática, pensar en la sensación de no estar muy cansado o de no sentirse muy triste. Lo mejor para soportar las situaciones insoportables es pensar que no duran nunca mucho. No con el mismo devastado ahínco. De hecho, en cuanto uno aprecia que duran mucho, las hace suyas, las padece de un modo dulce incluso, sin que en modo alguno se precise eliminarlas, censurar el cansancio, abolir la tristeza, todas esas cosas. Se vive con el dolor. Como algo más. Como algo propio. Somos de esa deliciosa y privada nación que reside en el interior de cada uno, aunque después uno se afilie a la periferia, conecte con las tradiciones, con las banderas o con los santos del pueblo, que no deja de ser un forma de convivencia feliz con los demás. El hecho de la religión, su existencia en el mundo, alaba la teoría de que una sociedad sin tradiciones es una sociedad herida, que no avanza. Compartimos las salidas de las vírgenes de los templos y los triunfos de nuestro equipo favorito de fútbol: todo se enreda en esa maquinaria popular, inexcusablemente conciliadora, de la que no acaba (aunque lo desee a veces) de despojarse el ser humano del todo. Tienen la misma función, miradas en detalle, las representaciones sociales de las cosas que amamos. Ya sea el Cristo del barrio o los goles de Messi.
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Se vive para estar cansado y para procurarse el descanso. En la resaca se aprecia nítidamente el valor de la ebriedad. Sabe quien ha bebido el valor de la mesura, su dulzura moral, la función lúdica de perderse un poco, sin abandonar el camino, sin renunciar a la bondad del regreso. Bebemos en sociedad, bebemos en las tabernas, que son los templos antiguos de los afectos entre los vecinos y los accidentales visitantes. También en la comida, en la celebración festiva de la gastronomía, se produce ese lazo de cohesión. El pueblo que come, bebe y reza en comunidad suele resistir con más entereza las acometidas del azar, la fiebre dolorosa de las tragedias. Por eso se visita la barra del bar a poco de salir del entierro de alguien. En Andalucía, al menos aquí, se festeja la intimidad del duelo con una copa de vino. Podemos elaborar una metafísica etílica de la muerte. Todo lo que digamos a ese respecto redunda en la vida, indefectiblemente. Uno necesita morirse (figuradamente) para apreciar estar vivo. Todo esto lo he pensado muchas veces y lo he contado algunas, entre amigos, en una barra de bar, apurando cervezas, fumando (cuando se podía, ahora dan cuartel las terrazas) y sintiendo la vida en cada sorbo y en cada calada. Cada uno elige cómo vestirse para la fiesta o como desnudarse para el duelo.
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