30.8.19

Nudos

Son los nudos los que tienen las respuestas y no sabemos escuchar lo que dicen. A su modo, según retuerzan su cuerda modestísima, los nudos entienden el mundo. Los hay de una reciedumbre infranqueable, nudos antiguos a los que les va bien la intimidad de los años y la promesa de la eternidad. Nudos sin precisar instrucciones, nudos de piedra. Otros, sin embargo, piden a gritos que le metamos los dedos y deshagamos su esclava quietud sin movimiento. El nudo, una vez se descompone y libera de sus obligaciones es una celebración de la vida, un festejo del tamaño de una catedral o de un cortejo de nubes que ocupen el entero cielo. Se las ve danzar ahí arriba, festejando el aire. 
En aprender lo que dicen los nudos se puede tardar una vida completa. Hay quien tiene oído y le basta recomponer la figura primera y romper el hechizo bizarro de las cuerdas. Nada más extender la cuerda, se oyen las palabras que la cuerda dice. Hay palabras de angustia y palabras de esperanza. Explica el nudo el dolor y explica el llanto. De la historia de cada nudo podemos inferir la historia de quien lo hizo. El nudo que yo soy todavía no tiene quien lo explique, como el coronel del trópico de Gabo al que no le llegaban nunca cartas. Ni siquiera yo mismo, ocupado en comprender en qué rango incluirme, alcanzo a vislumbrar una brizna de luz a veces. Sé que hay quien no sabe que es nudo. Igual que la piedra sola en el camino desconoce su condición de piedra y desconoce su trama de tierra y lluvia. Igual que las abejas, cuando liban la flor, ignoran que son abejas y que debajo, sumisa y lasciva, la flor se llama flor y es un milagro de la naturaleza. Ya digo que hay milagros que no permiten la posibilidad de escudriñarlos y tratar de comprender la razón que los mueve. No sé si yo soy un milagro. Lo seré. Quién no. 
Imagino que lo soy en cierto modo. Que lo que hago a diario responde a un plan secreto que no me ha sido confiado. Sólo pensar que no soy dueño de mí mismo me hace discurrir con más perplejidad y termino abismado en una extraña convicción: la del asombro, la del bendito asombro, la del nudo que pide a gritos que lo liberen. No saber qué nudo soy, no entender qué milagro me transporta, no poder entrar en esas intimidades del alma y, sin embargo, disfrutar con la ignorancia, hacer como que se vive mejor sin saber, sin entender, sin sentirse dueño de ningún secreto. A ciegas se vive mejor, con mayor ilusión, hecha nudo firme el alma a la espera de que alguien la deshaga y nos explique quién nos anudó, a qué vino ese gesto terrible y hermoso a la vez.

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