27.8.19

Peor es la sangre


Marc Riboud, Muchacha ofreciendo una flor a los soldados, Washington, 1967


Crispados vamos mal, se atropellan las palabras cuando se pronuncian, se escogen las más hirientes al escribirlas, hasta se eligen los gestos burdos, los que no fomentan ninguna conversación posterior, sino más gestos burdos. Tenemos una legión de ellos, todos a la espera de que los usemos, como si esperaran entrar en combate. Los vemos a diario, incluso no nos fijamos en ellos, a fuerza de familiares. Son estos los tiempos en los que llama la atención la bondad, la generosidad, el afecto y la concordia, cuando es el reverso de esa palabras nobles las que deberían producirnos la zozobra, el malestar y hasta el dolor. Estamos crispados, pero no es nada nuevo, llevamos un tiempo con las uñas sacadas, sin disimular la contrariedad, el hecho de que no es el mejor de los tiempos, ni el peor tampoco, añado yo (no es posible no pensar en Dickens) pero quizá ninguno tan tenso como éste. Los agoreros, que son legión también, vaticinan desastres; los que tienen fe en que todo medre y prospere, en cambio, confían en que se aplacarán los ánimos, se desconectara el defcon cinco de la irritabilidad social y volveremos a pasear las calles nuevamente, como quiso el poeta (la poesía es un arma de la belleza, un instrumento de la inteligencia) saludando a los vecinos, abriendo el pecho, dejando que entre el aire, pero el aire está viciado, lo vician a diario, unos y otros lo corrompen, lo emponzoñan, no se cohíben, parece que disfrutan enfangando el agua, cubriéndola de mugre. Hay mugre a tutiplén, no hace falta estar pendiente, acude sola, se aprecia sola. Ponga usted los informativos televisivos, abra un periódico, escuche la radio: he ahí la mugre. Están los barcos a medio hundir en el mar, están los que disparan en las iglesias y en las escuelas, están los que echan pestes del otro, están los que echan pestes de nosotros, que no sabemos nunca si estamos en un lado o en otro o es que en realidad es en todos lados donde estamos. Porque hoy pisamos esta luz del día (dudosa, más poesía) y mañana quién sabe si tendremos algo que pisar o habrá luz que ilumine lo pisado. Todo es circunstancial y efímero y frágil. Hay naufragios también fuera del océano. Civilizaciones que se van al carajo. Europa no es ya sombra de lo que quiso ser, no sé si alguna vez llegó a un clímax, una especie de punto álgido de consenso y de concordia a partir del cual asentar un modo de vida y un modo de sentir la vida. Estamos crispados. Una crispación suave a veces, de la que no se ve venir, pero de la que tenemos noticia exacta y sobre la que construimos el diálogo. Diálogo crispado, palabras crispadas. No se ahorran; bien al contrario, se cuenta con ellas, hay un esmero en elegir las más adecuadas, las que más laceren y perforen y rasguen. A veces no van solas, sino que se juntan con otras, quizá ninguna dañina, pero he ahí que cuando se combinan y ensamblan producen el efecto buscado, el de separar, más que el de unir; el de quemar. Son fuego y la llama se extiende. No sé a quién escuché en la radio la urgencia de que nuestros políticos cuiden el lenguaje que usan. Ellos, más que nadie: ellos, por la relevancia y la difusión de que lo dicen, pero no hay cribas ni oposiciones al cuerpo de la política, está abierto, llega cualquiera que haya demostrado cierto apasionamiento por unas ideas, sin ni siquiera haber demostrado que las entiende. La clase política (en general, hay apreciables excepciones, se aprecia nada más que escuchar a algunos) es desleída e iletrada. Que hablen con soltura e hilen las frases con vehemencia no evidencia nada. Sólo que hablan con soltura e hilan las frases con vehemencia. Hasta que no tengamos políticos de raza, se decía antes, no habrá bienestar entre nosotros. Es que no lo hay, no hay pinta de que lo haya. Ni siquiera han sido capaces de descrisparse y hablar por el bien mayor, no por el propio. Barren hacia adentro, las más de las veces. Por lo demás, todo bien. La gente pasea por mi calle, llenan la terraza del bar cercano, hablan sobre sus cosas, preparan el día de mañana, beben y comen y fuman y luego se van a la cama con los deberes hechos. Vivir es una cosa sencilla si nos paramos a pensarlo un poco. Lo complicamos más de la cuenta. Como no es nuevo, no hay nada más que echar un ojo a los libros de Historia para ver lo descerebrados que hemos sido, habrá que pensar que esta es probablemente una buena época, no la mejor, cuál podría ser, ya que en todas ha habido desmanes y saqueos, en todas prorrumpió como ella sabe la poderosa sangre. Al menos ahora (no en todos lados, desgraciadamente no en todos lados) tenemos la palabra, aunque esté crispada. Peor es la sangre, su comisión de lágrimas, el boquete grande que hace en el alma. La palabra, cuando se la acaricia, si se la trata con educación, hace que la sangre no se vierta y siga su ocupación secreta, la de hacernos estar de pie y andar, la de permitirnos vibrar con la música de las nubes en el cielo cuando arrecia la lluvia o cuando la tormenta desatina el silencio y lo convierte en una catedral en el aire. Todo eso hacen las palabras. De ahí que haya que pensar muy bien las que se dice, las que no. Hay palabras que no se dicen y funcionan como si hubiesen sido pronunciadas. Es el milagro del silencio. La muchacha con la flor ofrecida a los soldados calla. No hace falta que hable. No hay palabras tal vez para acompañar el gesto. La flor es el lenguaje.

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