A Maria Teresa Ferrer, por las charlas accidentales, por su luz, por el tiempo amarrado a ellas.
Está uno a medio hacer, siempre se tiene esa percepción, no se presume ni hay queja fiable de ella, y cuenta esa precariedad, es de uso diario, nos fortalece incluso ese saber a medias, no tener pie firme ni suelo conquistado. Tampoco ayuda la memoria, ese juguete un poco tirano a veces, resuelta en guiarnos o en hacer perder asiento, tan a la suyo ella, sin que podamos darle el manejo que nos plazca o sin confirmación de que obra a voluntad nuestra al modo en que la mano se mueve si se lo ordenamos o la boca articula las palabras que elegimos decir, aunque haya otras y las escogidas no siempre sean las oportunas y cabales. Avanza uno a tientas, entenebrecido o iluminado, hay constancia de la injerencia de la sombra y del concurso de la luz, pero es ajeno el camino, no cuadra a lo previsto como se querría, se escora a su antojadizo capricho y nos perturba o nos conforta con aleatorio y no sabido manejo.
A María Teresa Ferrer García se le da siempre bien conversar. Tiene ese don, se esmera en escuchar y en afinar en lo que escuchar trae más tarde: en detener el tiempo, en bosquejar (no hace falta más) un mapa de la realidad, el que procuran la edad y la experiencia. Hoy fue la memoria de lo que hablamos. De si es un recurso invariable o la moldea el azar y es ese azar el que manuscribe su trama. Nosotros estamos a lo que se le ocurra. Tiene sus vicios, se hace prodigiosamente a ellos, los usa y los deshecha, les da amparo y techo y más tarde los arrumba, los muda a otra cosa, que no se sabe bien qué es, tal vez el olvido, del que sabemos menos aún, es su designio y es su brújula, confundirnos o, peor aún, eliminar lo que hicimos, fuese lo que fuese, darle la posibilidad de no haber existido, aunque haya pequeñas briznas, todas deshilachadas, inconsistentes, que piden a su manera que se las devuelva a la realidad y puedan durar más de lo que lo hicieron, asunto al que tampoco se le puede dar veracidad ni tal vez legitimidad.
Sin embargo, qué milagro es la memoria, a qué altos prodigios nos eleva. La tiene uno de los que amamos y nos arrebataron, la mimamos, la sublimamos, la hacemos fuerte aun cuando en ocasiones flaquea y amenaza con diluirse, con perderse, pero pugnamos por amarrarla, se vive a veces para que ese libro (cada uno el suyo, algunos compartidos con otros) no perezca y caiga al malhadado olvido y parezca que nada de lo recordado pueda ser certificado, tasado, rubricado o catalogado a beneficio del futuro, que traerá otras historias, las inevitables y las necesarias, algunas parecidas a las difuminadas, otras opuestas, como si fuésemos otro y nada tuviésemos que ver con él yo que fuimos y del que no deseamos desprendernos.
Pienso en mi padre, en su memoria evanescente, masacrada por la enfermedad, borrada sin pudor ni miramientos, extirpada quirúrgica y homicidamente. La suya es la edad del desvanecerse, nada que decir en eso, pero duele la representación de esa fuga brusca en él, irreparable y oscura. En ocasiones reconoce una canción o sonríe con aliviada lentitud si algo de lo que se le dice aviva el ascua del fuego sin extinguir aún. No mucho más, ese destello tímido de tiempo recobrado y compartido a su enferma manera. De ahí la narrativa de la memoria, una cierta obsesión por mi parte en entender y en entenderme.
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