A Antonio Sanchez Huertas, a Auxy Salido, a Toñi, conversadores fieles
Hay conversaciones que no se empiezan por evitar otras. Hablar con los demás a veces se asemeja a una partida de ajedrez en la que uno busca un fin y habilita los instrumentos para abordarlo. Las palabras son piezas que se mueven. Las que dice quien escucha son piezas que confirman o modifican las nuestras. No buscándose ganar partida alguna, se obstina uno en alargar la trama o se las ingenia para que venzan las pacíficas tablas.
Hay conversaciones que se ganan y otras que se pierden. No siempre nos anima ese bienestar de jugar por jugar. Juego es, al fin y al cabo, sea cual sea el propósito que abre la liza. Se nos ha educado a tal fin, al del anhelo de una victoria o de una derrota, no al sencillo juego de la convivencia, sin que intermedien los rigores de una batalla. Se teme que nos conozcan, nos guardamos más de la cuenta, somos reservados por naturaleza, guardamos bajo muchas llaves la propiedad de nuestra existencia. De ahí que hablemos con prudencia, sin mostrar todas las cartas, sospechando que el otro también procederá de idéntica manera.
Hay conversaciones absolutamente vacías, no conducen a ningún sitio, no tienen propósito, nacen sin sustancia, tan sólo merodean la realidad o la reducen a su expresión más sencilla, cuando no la más burda, pero es en ellas en donde reside la semilla, desde ella se expande la luz, lo que hace que todo permanezca y fluya. El vacío, en lo que se dice, no es siempre sinónimo de nulidad. Se puede preguntar a alguien por lo que hizo ayer, sin entrar en el detalle, sólo por ocupar el tiempo o por reivindicar cierta hegemonía, perdida a veces: la de la cantidad sobre la calidad. No todo lo dicho debe ser relevante, no es posible que todo lo que decimos tenga ese rango de trascendencia. Se cuenta lo primero que viene a la cabeza. No siempre sabemos ordenar las cosas, lo que se nos ocurre, la conversación que deseamos entablar.
De vez en cuando se relata lo baladí, lo que no prospera en la memoria y se acaba arrumbando. Se explica qué desayunamos y cuándo, lo que vino al sueño recién clausurado e incorporamos a tientas, frágil y precariamente a la vigilia; se explaya uno en decir el tiempo que hace que no sale a pasear o el excesivo que ha dedicado a ordenar un habitación en la que militaba a sus anchas el caos. Son las conversaciones sin metafísica, las que no tienen el afán de otras con más fuste. No se habla del corazón, no se le nombra, tan sólo se enumera el inventario de cosas que pueblan la realidad y se nombran terrazas de verano, pantalones cortos de verano, gente que vimos, noticias que supimos, discos que escuchábamos a los dieciséis o personas que nos confesaron tal o cual debilidad.
Hay conversaciones casuales que avanzan a saltos, con titubeos, pero que acaban a lo grande, con festejado ímpetu. No hay un propósito, no existe la voluntad de hacer que trasciendan; ni siquiera, mientras ocurren, se dan en quienes la entablan la percepción de su brillantez. Entra en lo posible que tampoco se perciba cuando finalizan. Se dan de manera natural, se incorporan al aire o a la memoria sin fricción, no perturban, tan sólo suceden, como la luz cuando baña los objetos y dice de ellos lo que no está lo suficientemente a la vista. Luego regresan, el relato íntegro con sus pausas y sus gestos, bien atesorada en la memoria, por si valen más tarde y podemos recuperar ese esplendor semántico, con toda su épica domestica.
Somos ese caudal azaroso de cosas que hemos contado o se nos han confiado. Lo baladí y lo glorioso. Cuando flaquea el recuerdo, lo acicalamos, le damos presencia y fulgor, cuerpo y claridad. Por eso hay que darse en todas las que ocurran, en las conversaciones livianas (quién dice que lo Sean, qué criterio fiable las rubrica) y en las de más hondura, que sobrevienen a veces y hasta hieren. Todas alimentan, a todas les debemos algo de lo que secretamente somos.
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