24.10.21

Nomadland






Hay un cine que adoro en el que hay tramas lentas o incluso algunas que, en su contar sin que parezca que algo se está contando, dicen más que las tramas locuaces, las que abundan en sucesos y en palabras. Parecen no tener un principio que las inicie, ni un desenlace que las concluya. Es un cine mayúsculo si se encomienda al talento, pero invita en ocasiones al aburrimiento y desangela la sustancia a la que encomienda su legítimo desempeño. Cine de vidas grises o tristes o destrozadas que se explican en gestos, no en diálogos. Cine que fía su ardor o su melancolía a la elocuencia de las imágenes, con todo lo difícil que es manejarse con los primores de lo real, sin la intervención del montaje o la pura literatura. Cine impregnado de dolor. Un tipo de dolor que se ve sin que haga falta explicitar el instrumento que lo produjo. No sé cuántas películas excelentes se sustentan sobre esa cualidad de lo triste, la de la desolación de los paisajes y la de la sublime tristeza que lo impregna, si uno está atento, todo. Decadencia y plasticidad. Eso es Nomadland, que he vuelto a ver con otro afán, el de ver de nuevo, que a veces es primerizo. Película de rotos, de una amabilidad nula, ni falta que le hace. Necesarios también esos rotos y ese desafecto. Es un cine ingrato el de Nomadland, hecho para que el espectador se involucre  en la fragilidad de quienes, por unas u otras causas, no han tenido la vida que querían o se han dejado la piel (algo más, seguro) en conseguir que esa tierra prometida sea por fin la tierra pisada. Les basta perderse, tomar una carretera, da igual cuál, adquirir una residencia de la que deshacerse después. Nomadland es cine, más que de miradas, de paisajes y de eventuales dueños de esa huidiza realidad con la que azarosamente se dan consuelo. Nomadland es Frances McDormand de un modo absoluto. Es ella la que enhebra las costuras de esa realidad agreste y dolorosa. Mira con la hondura de quien celebra vivir por encima de cualquier otra circunstancia disuasoria. Con todo, a pesar de la bondad de la mirada de la cámara, la película no cuaja. Hay algo que la adhiere al desencanto. Tal vez sea esa árida vocación de continuo desaliento o la sensación de que lo que se está haciendo es documentar un modo de vida, no narrarla exactamente, no darle a sus partes la argamasa de una historia que valga por sí misma y no tenga que recurrir a cuanto no es de su entera propiedad, a todo lo que podría explicarse fragmentariamente: he aquí la caravana, he aquí la noche triste, he aquí la despedida, he aquí el horizonte. Revisada por segunda vez, Nomadland me deslumbra más que la primera: he visto cosas de Fern que no vi entonces, he visto destellos de luz que no aprecié entonces, he visto miradas que valen por una conversación de cinco minutos. Con todo, a pesar de esa reconciliación que agradezco en el fondo, hay algo que hace que no esté plenamente conmovido, al modo en que yo suelo estarlo cuando algo de verdad me cala adentro, a quién no le pasa eso, en fin. No creo que la vea de nuevo. Ayer un amigo me dijo que la vida es corta y hay que ir hacia adelante. Una especie de futuro prometedor y fresco en el que no se tuviera que volver a leer a Kafka o a escuchar otra vez las cantatas de Bach. No supe seguirle, no creí que estuviera hablando en serio. Probablemente se está probando, por ver si sonaba bien al decirlo y él mismo se lo creía. Luego nos bebimos nuestras cervezas y hablamos de los viejos tiempos, lo cual es un contrasentido. 



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