El aire del despacho de Freud olía a flor carnosa, medio podrida, como huele la conciencia.
Manuel Vicent
La conciencia es una especie de flor podrida, leí anoche en El País a Manuel Vicent, en un artículo sobre objetos despojados de toda su carga simbólica, entre otras cosas, porque Vicent escribe de cien asuntos cuando parece que lo hace únicamente de uno. Hace la conciencia sus escaramuzas a la realidad y regresa a su confinamiento tembloroso y culpable con algunas lecciones aprendidas y otras todavía sin entender. Lo de los remordimientos ha levantado religiones y ha hecho caer imperios. Familias bien avenidas han sacrificado su estable residencia por no saber manejarlos: cuando irrumpen corrompen cuanto encuentran, lo devastan y convierte en algo insoportable, parecido al pecado o al delito a los ojos de un creyente o de un infractor. El desasosiego que causa lacera el alma, la zarandea, la expone a la inquietud y al caos. Expele su quebrado olor sin pudor y hace que flaquee la armonía o incluso la anula. Flor, sostiene Vicent, que pervierte su condición de belleza limpia por adquirir la mediocre sustancia de otros objetos a los que se les da menor responsabilidad. Triunfa lo vulgar, lo tasado con un número o lo sacralizado por las sordas huestes de la masa, que desoye el ruido de la inteligencia o de la belleza y cultiva el de la zafiedad o del insulto. El diván persa de Freud es ahora Instagram o el WhatsApp. La flor carnosa del despacho del maestro vienés es la flor sin historia que se deja morir para que nadie la mire. Empieza a apestar a humo rancio de tabaco. Los pétalos parecen escombro. César Rodriguez de Sepúlveda trae esta mañana a San Agustín, que dejó escrito que había tres potencias del alma: memoria, entendimiento y voluntad. Pero eso sería antes. Ahora solo hay una: el teléfono móvil, añade. Una flor extraña. Sin conciencia. Sin pecado ni delito.
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