Hace unos días programó la televisión pública la estupenda Joker de Todd Phillips. Desde entonces, tengo Gotham City en la cabeza. La idea de una geografía ficticia depende de la idea de ficción y de geografía que uno maneje. Puedo asegurar que he encontrado el modo de que ambas ensamblen y constituyan un todo fiable o, en todo caso, un artefacto ilusorio al que puede atribuir cualidades reales, al modo en que ahora puedo pensar en Madrid y recordar la ciudad paseada y disfrutada o algún pueblo de costa en el que el verano (hace mucho) fue la delicia absoluta de alguien que lo tiene todo hecho y carece por completo de compromisos. Si me entrego con la fruición que el asunto merece, puedo concluir con que Madrid no existe o ese pueblo mediterráneo, por más que lo huela todavía, tampoco. Hay lugares que únicamente existen en la memoria. Ni siquiera las referencias tangibles (las topográficas y documentadas) se dejan abrazar por los recuerdos: en ocasiones no cuajan, la realidad las desaloja de épica. En mi adolescencia, Gotham City era tan presente como el Sector Sur, el barrio de Córdoba en donde vivía. Los años me han acostumbrado a idealizar los lugares en los que uno fue feliz. Le debo a Bob Kane y Bill Finger que mi imaginación de entonces se desbocase y encontrara huellas de lo que no es verdad en la extensión cartesiana de lo que sin duda se podía afirmar que lo era. En ese trasiego de imágenes inventadas y reales creí haber descubierto un sentido a la ciudad del que no me he separado en todos estos años. Cosa de fe, probablemente. Fe en la vigencia de la ficción. Acudo a ella a diario. Me asiste y me conforta. No sé si alguna vez he visto una luz temblar en el cielo con la figura de un murciélago de fondo. Quien la haya prefigurado en un descuido, sabrá sin que medie mayor esfuerzo la poderosa influencia de ese anuncio en la noche.
20.10.21
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