Se hace de noche de pronto. Se clausura el día, pero el día no acaba. Hay veces en que empieza de verdad cuando anochece. En eso, en lo de percibir que el día empieza cuando a uno le conviene, tengo las cosas muy claras. Recuerdo una época en que decidía cuál había sido el mejor momento del día. Lo hacía al irme a la cama: pensaba si había sido uno u otro, pesaba dentro de mi cabeza cada uno de ellos y elegía uno. Después, a poco de caer dormido, fantaseaba con ese momento, lo acariciaba, agradecido. Hoy pensé que el día no comenzaba del todo hasta que yo le imponía un comienzo. Deseché de cuajo esa ocurrencia. La voz traviesa de la cabeza decía que el día arrancaba a la hora en que suena el despertador y acaba cuando entenebreces los ojos y te encomiendas al sueño. Pues ahí vamos. No ha sido un mal día. Los hay peores a veces. Lo bueno de que haya algo malo es que se aprecie con más consideración lo bueno. También concurre la reversa, más tenebrosamente. Nos movemos a diario en base a este equilibrio sutil y maravilloso. Lees lo que te incomoda porque hay una lectura que te conforta. Amas porque conoces lo que es no amar. Escuchas jazz (como hago ahora, muy bajito, en los cascos del móvil mientras espero en la puerta de un comercio y escribo) porque así el día se enfila a su término con más dulzura.
7.10.21
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