Cosas que suceden a lo lejos y a las que no les sé dar asiento. Perros que conversan a su bronca manera sin que se sepa qué desorden les arrima a la discusión. La noche ocupando la blanda del extensión del día. La veo caer con su aplomo antiguo y repetido, pero ninguna irrupción suya se parece a otra, aunque todas exhiban la misma vocación de penumbra y de clausura. La luz tiene urgencia por desocupar el aire. Unos grillos rivalizan con la conferencia de los perros. La iglesia que se divisa al fondo invita a que busque a Dios. De pronto creo escuchar su voz con torpe claridad, pero me hago cargo de me estoy dejando llevar por alguna especie de epifanía de orden poético y vuelvo a la cartesiana opulencia de las palabras, que no siempre dan con la hendidura dulce por la que acceder a lo eterno. La propaganda de Dios es sutilísima. Mi alma no distingue a veces el oropel del gris adorno. Se entretiene en lo que la contenta mas que en lo que la consuela. Piensa en perros, no convoca ángeles. Se le ocurre escribir cuando otros rezan. No he rezado nunca o no he dejado de hacerlo, aunque mi súplica no contuviese hondura, ni diese con el volcado mecánico de su sintaxis. El tiempo discurre con pasmosa certeza y no sabe uno nunca a qué atenerse. Si a la memoria de la que se dispone o al yermo caudal del porvenir. Ya no se oyen los perros, escribo esto cuando amanece. Hay textos que se fraguan por partes, como si no se tuviera propiedad de ellos y surgieran a su antojadizo capricho. La luz se ha resuelto limpia y todo es de una vistosidad nueva también.
20.10.21
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