Tengo un recuerdo brumoso de mi padre leyendo. Para enredarse en los libros hace falta quietud y él no la tuvo nunca. Era más apremiante entonces traer a casa un jornal y hacer acopio de fuerza para saludar con ánimo la jornada siguiente, pero sorbía las palabras ajenas, las memorizaba, las hacía suyas de un modo asombroso. Sin poseer una cultura libresca, era capaz de recitar versos sueltos de Lorca, de Machado o de Bécquer, que recuerde. Le oí las veces suficientes como para fijar en mi agradecida memoria una especie de mantra lírico y sencillo que flotó en casa mientras mi madre se esmeraba en cuidar de todos (abuelos incluido en el pack casero) y que no se notasen más de la cuenta las penurias de aquel tiempo duro que luego (por fortuna) fue más venturoso. Hacía mi padre escasa impostación de la voz cuando se soltaba en rimas, pero la timbraba con intención de actor, arrobado por la elocuencia de las palabras y la música del ritmo. Le echo de menos a diario. A mi manera, de la que no sabría dar rendición pública, trasiego con su ausencia y casi no hay día en que algo casual no me transporte a los recuerdos que me dejó. Esa fue su mayor herencia. La de los detalles minúsculos, en apariencia. La de los gestos sencillos. La de las miradas hondas que él dominaba como Dios sus nubes. Ayer di con el libro de Bécquer trasteando en la biblioteca de casa. No sé qué hacía ahí, siendo la suya (menor, pero igual de cuidada) el lugar en donde debía estar. Es de una edición humilde. Lo compraría en un buscado descuido en sus trajines de la imprenta al hospital y tendría de él más la propiedad de tener en casa las rimas y las leyendas, tal vez escuchadas en la niñez, cuando su escuela extremeña, en plena guerra, cuál sería, que la certeza de que su horario le daría oportunidad de volver a ellas. Vivió entre los anhelos de la poesía y los peajes de la realidad. Supo admirar a su pequeña asamblea de poetas y agradecía que su hijo arrancara en letras y llenara de libros su dormitorio. Cuando ese hijo empezó a publicar libros, alardeaba en las tertulias entre amigos. Guardaba las columnas que escribía en el periódico en una carpeta antigua que fue engordando hasta que decidió usar uno de esos álbumes de fotos. Murió un mes antes de que yo publicara un nuevo libro, en el inicio de la pandemia. Privado del habla, no supo decirme lo feliz que eso le hacía, pero hablaban sus ojos y su mano apretaba con sus pocas fuerzas la mía. Un buen ciento de libros siguen ocupando un par de muebles de estantes en su casa, que es la mía también. Están Espronceda, Delibes, Unamuno y Galdós. De Bécquer me dijo una vez que había muerto demasiado joven. Fue una apreciación que no entendí entonces. Quiero entender ahora que se refería a la vida que queda sin disfrutar si se nos retira pronto de ella. Él vivió con intensidad la suya, deteriorada indecible mente al final. De Lorca le dolía que lo hubiesen matado. No se puede matar a un poeta, pudo haber dicho. No era hombre de esos alcances. Sus libros eran ediciones baratas, humildes y dignas, y él mismo fue un lector humildísimo, que de vez en cuando se envalentonaba recitando versos, sin pretender dárselas de culto. No tuvo tiempo para la cultura. La pilló en ratos libros, se apropió de ella con la mansa resignación de los que no viven para los demás. Eso hizo.
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