21.7.19

La mesura y el amor

No siempre conviene la mesura. De hecho, cuando abunda, se agria el carácter, se enturbia el ánimo, se emponzoña y corrompe, torna gris el gesto y ciega la mirada ; lo he visto, he constatado eso en los otros, en mí mismo. A lo que propende el espíritu es a excederse, a darse y exhibirse, a caer y a poner nuevamente pie e izarse. También está comprobado. De ahí que agradezca uno la comparecencia de la incertidumbre, esa rama del tiempo. Ella hace que la mesura flojee, pierda el paso, no argumente como suele, no nos aquiete y nos censure.
La misma incertidumbre nos instruye para que podamos comprenderla. Lo hace, sin que se perciba el arrimo o la atención. Nos confía las instrucciones, da cuanto se precisa para que no nos derrote. Es a la vez el mal y es el bien. Paradójicamente es la puerta y es su clausura. Es fácil venirse abajo, no obstante. Al no saber se le puede enfrentar el no tener que saber. Lo esperado, por más que conforte, acaba dañando. Es el sufrimiento previsible, el de carecer de brújula, el de no disponer de un mapa, uno fiable, que no deja nada por cartografiar. A veces se agencia uno ese mapa, lo creemos válido, lo es un tiempo y luego cancela esa utilidad y se pierde. La idea es canjearlo por otro.
Mi amigo K. sostuvo anoche que era la cultura la proveedora de ese mapa, el asidero de ese trayecto. Que la mesura era un instrumento, uno más, uno entre muchos. “La mesura es un estado eventual; si prospera, desaparece el sentido primario de vivir; conviene a ratos, por echar el ancla antes de avanzar de nuevo y dejarse ir”.
Hoy podría ser uno de esos días en que no se mida uno, no se guarde nada, exprese lo que buenamente acuda al pensar, que no siempre es difundible. No lo será. Acaba venciendo la mesura, a pesar de todo, su gobierno de apariencias, su cartesiana estrategia de orden. Está bien el orden. Lo anhelo, lo exijo a veces, cuido de que se quede cuando irrumpe, pero es gris el orden, a pesar de que uno reconozca su intendencia y su claridad. Lo otro, la ausencia de geometría, nos hace vibrar, sin embargo. Vivimos mejor cuanto más vibramos. Es resbaladiza esa idea, la de la vibración. El amor es la vibración sublimada. No se ama el orden, se le respeta, conocemos su conveniencia, pero amar es su reverso. Me corrige K.: “Amar es un ejercicio estudiado, no es una epifanía”. Se aprende el amor, viene a contar. La poesía ayuda: la belleza ayuda. También el amor es incertidumbre, a pesar del cálculo que se le haga, de si se pesa y da nombre. No hay (cerramos los dos) mesura en el amor, en amar, en amar el amor, me dice.

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