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La consigna es el tedio, el bucle, la desolación del asombro. La cultura que manejamos es inmediata, es canjeable, no se asienta, no perdura, se evapora, apenas es útil, sólo satisface, pero no alimenta. Como el periódico al que los días herrumbran los colores y exhibe ese tono amarillento y da ese olor rancio de nicotina quemada en un sótano con moho, la cultura se indisciplina y es otra cosa, pero ya no es cultura. Busquemos qué palabra le sirve, cuál define el grado de vileza ideológica, su malograda vocación de ocio sencillo convertido en adocenamiento. El que se arrima a la cultura es inmediatamente sospechoso de que la perturba, de que en realidad solo desea aprovecharse de lo que la cultura ofrece, de su camino sin contaminar, al frente de todas las cosas hermosas y de todas las cosas inteligentes. Hay vidas que alcanzan su plenitud en lo precario. Es cierto y quizá está incluso bien. En lo precario, en el barro, en la solución sin aristas, en el servicio plano, en la seguridad absoluta de no estar exponiendo nada relevante. Por eso me quejo. Por la facilidad con la que los medios, la televisión a la cabeza, malogra y pervierte y finalmente cancela la idea de cultura. Cómo pervierte su sentido fundacional. La consigna es el tedio, es el botín, es el share. Y no ya exclusivamente el tedio, el bucle, la desolación del asombro, sino la soberana creencia de no estar haciendo nada punible y hasta la idea de estar proporcionando un servicio público.
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Malvadamente los nuevos mercaderes del ocio han descubierto el habitable paraíso de la mediocridad, han evitado así el peligro de costear formatos cultos y se han acostumbrando a ignorar al espectador y a dar paletadas de colores burdos, chillones y altamente inflamables. Niños con el moco caído, abuelos con la próstata belicosa. Películas del año sesenta y ocho. Informaciones interesadas. Pastillitas de colores.
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Abra el amable lector la pandora del televisor esta noche o mañana. El televisor es el túnel formidable entre la realidad y su negación absoluta. Zapee, indague, hurgue: lo que más desconcierta es la extrema sofisticación de sus programas: apabulla el nivel técnico, su imbatible condición de espectáculo desafectado de hondura, arrumbado al capítulo de la excrecencia rentable, de la caspa sublime. Alta definición. 4K. Todo servido, de verdad, con colores formidables, con una paleta de colores que no caben en el ojo. De perfectos que son, no caben. A uno le aturde la forma, primero. El fondo no puede llegar después, o llega de un modo amortiguado, ya digo, pasado por cien filtros, que lo han ido frivolizando, convertido en una cosa irrelevante. Cultura para todos, en su horario habitual de las dos de la madrugada, proclamaban festivamente mis amados Les Luthiers. En esa travesía hay caminos que no son recomendables. Cadenas de televisión que funcionan como una maravillosa máquina de ingresar dinero. Ignoran, con absoluta conciencia del gesto, toda brizna de cultura. Por pequeña que sea, la ignoran. A lo que encomiendan su share, como lo llaman con pomposo elitismo, es a las pasiones más bajas. Ya está dicho: a lo zafio, a lo burdo, a lo tosco, en ese plan.
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Debajo de los bits, en ese inframundo de chasquidos cibernéticos, pervive también lo zafio, la cruzada mezquina por suscitar pasiones bajas, apetencias vacías de trascendencia, píldoras que embrutecen el paladar y amodorran la sensibilidad y convierten el usuario desprevenido, el que engulle y no digiere, en un zombi cultural, en un prisionero de los perfumes caros y la carne magra, en el cadáver exquisito que cree gobernar el mundo y ser el emperador de sus vastos dominios cuando únicamente sólo puede aspirar a ganarse la condición de cliente preferente, uno bien alienado, del tipo que ignora la naturaleza perversa de su enfermedad e incluso la crecida infame de la propia enfermedad en su cerebro y sobrevive malamente alimentado, flotando en una voluta estrangulada de mierda presentable, conducido por avenidas de neón, pero huecas, torpe aliño de la mentira con que el negocio crece, perdura y, en última instancia, fascina.
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El mal atrae. Está registrado en toda la Literatura, en la alta y en la baja, en la noble y en la bastarda. Atrae porque estamos inclinados al mal. El bien es un fin, el alto, el noble fin, pero lo que hace que el mundo progrese es el mal. El mal medido en términos de competencia, de capitalismo salvaje, desmesurado, atroz. La selva en su estado puro. La televisión es la extensión más fiable de la selva. Una comprimida en un monitor, mimada en lo tecnológico y desvergonzada en lo temático. ¿Que dentro de la televisión hay territorios limpios, programas buenos, intenciones altas y nobles? Pues claro. No sé si en su horario habitual de las dos de la madrugada, pero rondándolo. Telecinco es la jungla: una a la que se le ha extirpado el miembro sano, si es que alguna vez tuvo un miembro sano. Luego está la publicidad, que es el motor del ecosistema. Ya ni siquiera los canales de pago respetan al espectador: todos lo someten a tortura. El síndrome de Estocolmo televisivo consiste en la atracción animal por el veneno que nos inoculan. Viva la publicidad. Echen anuncios. Ya estamos insensibles. Además no requieren un esfuerzo excesivo: piden a quien lo ve una actitud neutra, plana, la que lentamente se deja invadir y termina, al final del proceso, anulada. El espectador, en la parte última del negocio, es un cliente. Anoche estuve haciendo zapping. Lo hice con esmero, comprendiendo o intentando comprendo qué estaba viendo. Creo que agoté todos los canales. Me acosté apesadumbrado. Había constatado brutalmente el estado en que están las cosas y el estado al que se despeñan si no se cercena (con contundencia, por favor, quien pueda, quien sepa) el mal, quiero decir, el negocio. Luego piden que haya una ciudadanía preparada o piden que sea la escuela la que forje al ciudadano. No hay modo de que se revierta todo esto. Tenemos al enemigo en el salón. Crece en pulgadas, crece en prestaciones, está conectado a la red, gestiona el twitter, el facebook, el youtube y la madre que parió al spam. Y no es que uno sea un adalid de la pureza, en lo cultural, y viva a salvo de esta desgracia. Todos caemos. A todos nos afecta. Está bien pensado el plan. La vida es un parque temático. Miren la foto de arriba. Es del año 1958. Ahí empezaron a cobrar las primeras facturas.
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El mal atrae. Está registrado en toda la Literatura, en la alta y en la baja, en la noble y en la bastarda. Atrae porque estamos inclinados al mal. El bien es un fin, el alto, el noble fin, pero lo que hace que el mundo progrese es el mal. El mal medido en términos de competencia, de capitalismo salvaje, desmesurado, atroz. La selva en su estado puro. La televisión es la extensión más fiable de la selva. Una comprimida en un monitor, mimada en lo tecnológico y desvergonzada en lo temático. ¿Que dentro de la televisión hay territorios limpios, programas buenos, intenciones altas y nobles? Pues claro. No sé si en su horario habitual de las dos de la madrugada, pero rondándolo. Telecinco es la jungla: una a la que se le ha extirpado el miembro sano, si es que alguna vez tuvo un miembro sano. Luego está la publicidad, que es el motor del ecosistema. Ya ni siquiera los canales de pago respetan al espectador: todos lo someten a tortura. El síndrome de Estocolmo televisivo consiste en la atracción animal por el veneno que nos inoculan. Viva la publicidad. Echen anuncios. Ya estamos insensibles. Además no requieren un esfuerzo excesivo: piden a quien lo ve una actitud neutra, plana, la que lentamente se deja invadir y termina, al final del proceso, anulada. El espectador, en la parte última del negocio, es un cliente. Anoche estuve haciendo zapping. Lo hice con esmero, comprendiendo o intentando comprendo qué estaba viendo. Creo que agoté todos los canales. Me acosté apesadumbrado. Había constatado brutalmente el estado en que están las cosas y el estado al que se despeñan si no se cercena (con contundencia, por favor, quien pueda, quien sepa) el mal, quiero decir, el negocio. Luego piden que haya una ciudadanía preparada o piden que sea la escuela la que forje al ciudadano. No hay modo de que se revierta todo esto. Tenemos al enemigo en el salón. Crece en pulgadas, crece en prestaciones, está conectado a la red, gestiona el twitter, el facebook, el youtube y la madre que parió al spam. Y no es que uno sea un adalid de la pureza, en lo cultural, y viva a salvo de esta desgracia. Todos caemos. A todos nos afecta. Está bien pensado el plan. La vida es un parque temático. Miren la foto de arriba. Es del año 1958. Ahí empezaron a cobrar las primeras facturas.
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