25.3.18

El ajedrez

Hay días que se piensan mucho antes de empezarlos y otros en los que no se hace nada y dejamos que las circunstancias fluyan. Los buenos son esos, los de dejarse fluir. Los pensados casi siempre acaban peor de lo previsto. Lo malo es prever, pensar por adelantado, organizar, programar, esperar que lo anhelado se cumpla. Sin embargo, muchos de los logros del género humano provienen de la planificación, de pensar los días antes de que empiecen. En lo personal, que es a lo que acude uno cuando no tiene nada más fiable a mano, hoy no tengo planes, no hay nada que esperen los demás que yo haga o no tengo yo nada que hacer para ellos, por contentarles, por satisfacer algo que me hubiesen encomendado o atribuido. En este hilo atribulado de las cosas, agradezco que haya quien piense mucho sus días y los redacte con antelación y planee en qué se pueden apartar de su estudio. Es esa gente la que hace que el mundo gire, quién lo duda.

Hay dos tipos de personas en ese mundo, me confesó anoche mi amigo K. Están los jugadores de ajedrez y los que no lo son. No es preciso que se conozcan las reglas del juego. Se puede ser, en esencia, jugador de ajedrez y no saber cómo se mueve el caballo o cuándo nos han dado jaque mate. El que juega al ajedrez tiene la facultad de imaginar el futuro, de especular con lo que va a suceder, de imaginar las posibilidades y, conforme a ellas, hacer avanzar una pieza u otra para rebajar el daño que las otras causen o para anular su efecto o para imponer el suyo propio. Los que no saben jugar no llegan tan lejos, no prevén que sucederá, no tienen iniciativa, sólo tienen la propiedad del presente y, como mucho, la del futuro muy cercano.

De toda la gente que he conocido, con la que he tratado y hasta con la que he llegado a intimar, he visto pocos jugadores de ajedrez. No sé si eso explica que uno tampoco se precie de ser uno sólido, que planea sus partidas y piense prospectivamente, digamos. Los que dieron evidencia de serlo me enseñaron (sin pedirlo) movimientos en el tablero que desconocía, maneras de hacer que el juego se incline a tu beneficio, en fin, todas esas cosas. Les escucho con atención, trato de esmerar los sentidos y luego me aplico en practicar lo que me dijeron. He sido un buen alumno, lo juro. Lo que sucede después es que me pierde la improvisación. Son los días de dejarse fluir los que, al final, imponen su criterio. Ellos vencen. No hay nada que podamos hacer. Si todos fuésemos buenos jugadores de ajedrez, el mundo sería más triste, estaría todo más organizado, no habría asombro, no se podría esperar la irrupción de lo extraordinario, la realidad (tal como la conocemos) sería una historia conocida, no tendría puertas que abrir ni ventanas por las que mirar. De algunos de esos pocos jugadores de ajedrez que conozco puedo decir que de vez en cuando sancionan al jugador y dejan que aflore el neófito o el ignorante y se permiten salir un poco a lo loco y ver qué pasa. Es cuando los veo disfrutar más y cuando, sin que se lo propongan, hacen que los demás también disfrutemos. Afortunadamente luego vuelven a su ser, calculan los riesgos, miran con anticipación, velan para que todo cuadre y las cosas funcionen. De no ser por ellos, por esos ratos lúcidos que tienen, esto (ay) sería el bendito caos.

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 Leve tumulto el de la sangre, aunque dure una vida entera su tráfago invisible.