Se puede escribir un cuento sin que lo parezca o vivir sin que intervengan acontecimientos extraordinarios, luctuosos o vibrantes. Cuentos verosímiles que incluyen en sus costuras visibles un hilo de inverosimilitud y vidas aburridas, de las que nada relevante pueda ser dicho que de pronto exhiben trazos de la más pura y asombrosa ficción. Será que los cuentos proceden de la vida misma, de su vestimenta extraña, o que la vida es un cuento, un fragmento de algo mayor que no conocemos, pero de lo que se nos permite contemplar un episodio, una pieza, no me pongo más metafísico. Hacer que en ellos, en los cuentos, las circunstancias sucedan con naturalidad y confiar en que ellas mismas se expliquen, den asiento al azar y, en ese recado nebuloso, como de cosa frágil que se palpa con perplejidad, esperar que él mismo, el cuento extraído de la nada, con su sensibilidad o con su inteligencia o con su fragilidad, busque su sitio, encuentre al lector que lo hará suyo de modo que ni el padre de la criatura, el que lo impuso a la realidad, como si la realidad precisase de añadidos y no se bastase para contentar el ánimo o para echarlo abajo, tenga propiedad sobre él. A mí, tras haber leído y escrito los suficientes, nunca será eso verdad, me sigue fascinando que la literatura cuentística contenga algo de la luz que la realidad detrae cuando se está muy hecho a verla. Y, ya explícitamente, los cuentos de este libro de Pedro Ugarte me fascinan, hacen que me reconcilie con algún lector que fui y que, ya mayor uno, va quedándose por el camino, no vendrán ahora aquí las causas. La literatura debería ser un andamio del que no se tiene idea sobre qué propósito hizo que se montara y tampoco sobre la utilidad de su izado. Leer es a veces encaramarse a la altura desde la que se contemple más libremente el paisaje ofrendado. En ese aspecto, "Un lugar mejor", el espléndido libro de cuentos de Pedro Ugarte, abastece de preguntas, sin que importe en demasía la concreción de algunas de las esperadas respuestas, crea la sensación (duradera, ya verán) de que no hace falta que las historias comiencen, avancen y concluyan, aunque a su brillante manera lo hagan, sino que haya un territorio igual de eficaz en el que todas esas historias existan. Algunas (No éramos tan felices, Un lugar mejor, Ulises y los mapaches) se incrustan, permanecen como uno de esos sueños recurrentes de los que tenemos cabal propiedad, aunque se nos escapen los motivos, quién los quiere.
Lo que hace con absoluto dominio Ugarte es convidarnos a un festín sentimental, uno familiar, del que sabemos y en el que trasegamos. Una de las cosas más encomiables de esta colección de cuentos es que sus protagonistas no difieren mucho de uno mismo o de alguien a quien se conoce: esa prospección de las emociones más acendradamente humanas la acomete el autor con una naturalidad pasmosa. Se cree que la escritura debe enseñorearse, prenderse de arabescos y de sutilezas semánticas, pero hay alguna que recurre a lo sencillo maravilloso, permítanme. Quiero decir que el estilo es de una fluidez que nos atrapa: aquí se lee con voracidad, pero también con cautelas. Hay que estar atento, cualquier pequeño detalle puede constituirse en pilar de la historia, en sustento de su maquinaria narrativa. El padre que enferma trágicamente y se advierte su decaimiento y postración (Éramos tan felices) malogra la convivencia feliz de los suyos y contempla la paulatina demolición de la unidad familiar, que no comprende la naturaleza metafórica de su intimidad con la muerte. Que el moribundo persista en su moribundia y asista a la defunción de los que lo velan no deja de ser un signo de estos tiempos de azar y relativismo. No precisa Ugarte nada extraordinario para que esa conversación entre los vivos indudables y los muertos previstos fluya hacia "un lugar mejor", idea que cruza todos los cuentos, citada expresamente, anotada con pulcritud, y que impregna a todas las historias de un mismo paño sentimental. Es una aspiración noble ese medro, pero tal vez importe más determinarnos a buscarlo, no la certeza de su logro. Como aquel verso de Cavafis que pedía que el camino fuese largo. Yo añado: largo y lleno de obstáculos. Ellos nos curtirán, harán que la travesía nos haga amena (eso quizá) la espera. He aquí lo cotidiano, cuanto es de todos y lo que nadie entiende como ajeno, lo prosaico (con su ironía, con su mala leche incrustada a veces) convertido en metafísico. También la providencia del azar, su desdén infinito. Por eso leer los cuentos de “Un lugar mejor” es una invitación a inmiscuirse en ellos personalmente. Son nuestros, hablan de uno. Hay episodios o fragmentos de episodios tan cercanos que duelen y, al tiempo, conmueven y confortan. Es un universo minuciosamente íntimo el que erige Pedro Ugarte para asentar su extrema capacidad de observación. Yo creo que un escritor debe ser, ante todo, un contemplador avezado, alguien que hurga con delicadeza, tal vez para no descomponer la realidad y poder extraer de ella el matiz deslumbrante que podría pasar inadvertido. El libro entero es un muestrario de esas delicadas prospecciones.
La familia es el territorio que mi lectura más apreció. De ella compone un cuadro desalentador que, una vez se traspasa, desalienta, si cabe más aún: el núcleo doméstico es abono para lo mejor y lo peor del ser humano, no es nueva esa idea, viene de los griegos, más atrás también. Y Ugarte afila el lápiz del amor y del odio para manuscribir (prefiero ese verbo de más calado emocional) la verdad del alma, su dialéctica feliz y malvada. “Un lugar mejor” se postula con dignidad que apabulla en el prontuario de las relaciones sociales, en una especie de pulcro vademécum del discurso de la convivencia. ¿Y queda bien parada? Sí, a pesar de la mediocridad de los sujetos intervinientes, con sus dolores y sus triunfos, con sus cobardía y con su épica, el hombre (así, arquetípicamente) sale reforzado: porque estamos hechos de contradicciones. Por encima de todo, los personajes de este libro viven. Entiéndase: se equivocan, se duelen, lloran y, en última instancia, sobreviven. Cuando no es la familia, tan apetecible para los paladares recios, son las relaciones laborales (Balada de Rowena Trevanion), en donde el autor se complace en descuartizar el ecosistema de las oficinas y exhibir el músculo semántico con notoria brillantez. Qué bien escribe este escritor, qué fácil parece escribir leyéndolo y, sin embargo, qué trabajo hay detrás, qué pulcra locura la de contar con esa voluntad de no agotar al lector, sino arrimarle comodidades, conducirlo sin que parezca que haya movimiento alguno. Como esas vidas grises en apariencia que, de pronto, al ser observadas con esmero, muestran brechas delirantes, pequeños o grandes pasadizos que abren un prodigio.
Salvo en un relato (Ermita de San Sebastián) el autor recurre a Jorge (que es padre en ocasiones e hijo en otras) para que lo acontecido posea la hondura afectiva de lo contado en primera persona, sin que ese narrador sobrevenido (honesto, escrupuloso en cribar lo irrelevante) afinque su relato en una continuidad expositiva: no es el mismo Jorge y, tomando el costumbrismo como herramienta, ningún cuento crea vínculos con los otros. Comparten cierta querencia por fisgonear en la intimidad de sus personajes, gente en la mayoría de los casos poco complicada, de vida resueltamente mediocre o apenas inclinada a malograr su felicidad con aspiraciones inalcanzables, pero he aquí la azarosa irrupción de la fatalidad, ella los arroja a la desgracia. Son las menudencias las que toman el mando de la narración. Ya digo que se eluden las grandes palabras y se conceden a las pequeñas (tan cainitas ellas a veces) la encomienda de que ese lugar mejor tomado como anhelo no comparezca determinativamente, pero se entrevea, adquiera sustancia tangible y así el buen lector dé con él. Pedro Ugarte no pretende aleccionar, dar algún tipo de enseñanza: se arroga la virtud de la altura de la palabra, que se manifiesta limpia y fluye para que contar (ese recado ancestral) sirva los subrayados de la realidad, vasta y no dócil a veces. Ni siquiera, supongo, le mueve la voluntad firme de crear un espacio particular, un reino con su castillo y su declarado himno o su recia bandera, fácilmente identificable: se conforma (sigo especulando) con el deleite de observar y, a partir de ese acto con frecuencia banal, encontrar oro en el barro. Yo, agradecido, pido que se le lea. Cada vez me gusta más escribir de lo que me gusta.

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