La parte del día que más me gusta es en la que cobran sentido las cosas que antes nunca lo hicieron. No sabe uno cuándo sucede, ni si estaremos alerta o se nos escabullirá. Siendo revelaciones ocasionales, no ocupan sitio en la memoria y acabo por perderlas. No es cosa que lamente. La pérdida es un preámbulo de una búsqueda. En esa bruma todo es siempre nuevo, nada es fiable, aunque agraden ciertas certezas, cualquiera puede pensar en las muy íntimas suyas. Pasa lo mismo con los sueños. Se tiene de ellos una brizna, una brizna maravillosa, pero nada perdurable, nada que pueda uno declarar pertenencia suya. Las otras partes del día, las que no revelan nada maravilloso, se ajustan admirablemente, dan la sensación de un conglomerado asumible, una rutina familiar, y confortan a su manera, nos hacen entender que se puede ir por ahí sin necesidad de entender nada o de creer entenderlo todo. Incluso es mejor así a veces. Entender es decepcionarse. En verano, en esa bendita lujuria privada de no tener en la cabeza las ocupaciones habituales, los días adquieren una elasticidad asombrosa. Transcurren con morosa lentitud o se atropellan sus horas, como si temiesen ser las últimas. Días luminosos afuera y luminosos dentro, con zonas de penumbra intermitente. Ve uno lo que se oculta. Traduce la luz, ella teje y desteje, su clamor, aunque después se desbarate el hallazgo y pierda su significado. Lo hermoso es ese instante de plenitud en el que percibes la naturaleza de las cosas o la razón por la que tú andas ahí, de por medio. También el recado de registrar todo ese fulgor inasible.
Los altavoces del centro comercial anuncian la posibilidad de que te lleven a casa la compra. Un panel electrónico confiesa que estamos a 24 grados. Como en casa con el Mitsubishi del salón. Son instalaciones disuasorias los centros comerciales: se esmeran en cancelar la soledad con los primores del capitalismo, simulan el confort de un útero. Las tiendas son casas simuladas, grandes o pequeños reemplazos del hogar. Ahora suena un jazz dulzón a lo Kenny G. La gente va despacio o va muy deprisa. Las luces infinitas dan una impostura: la claridad esconde tinieblas. Basta salir a la realidad para percatarse de la engañifa. Atestados todos los carros, me pregunto si los clientes (son eso, no personas) han almorzado o si irán a casa. Me fascina esa verosimilitud. Que tengan una vida fuera de la teatralidad del recinto. Todo puede ser cierto o no serlo en absoluto. En el fondo no importa que la verdad triunfe y se conozca o que uno maquine narrativas alternativas. Como si fuese un cuento de Carver. Hoy veo historias de Carver. Ayer sólo me llegó una. Una señora con aspecto de estar podridita de dinero discute airadamente con una dependienta muy cándida que acaba dándole la razón. Por la noche escribí un cuento muy largo sobre una pareja que se da cuenta de que no han tenido una conversación seria en todos sus años de cerrada convivencia. La mujer es la dependienta cándida, tiene sus ojos, grandes, inteligentes. Han reído, han llorado, han fornicado, han comentado las noticias de la tele o han viajado a París o a Roma para amarse lejos de los parques o de los moteles del barrio algunos sábados por la noche, pero no se han sincerado jamás. No han revelado nada que les preocupe, no han hablado como a veces se hablen los amantes franceses en las películas de la Nouvelle Vague. Ya estamos yendo para el sótano tres, donde está el coche. Mi mujer dice que está cansada. La música es invisible: suena sin que diga nada. Si ahora digo que está sonando un preludio de Bach, tenéis derecho a ser incrédulos, pero es verdad para mí que suena. Los prodigios con que a veces se presentan no son inusuales, suceden con absoluto rigor. Solo se precisa estar atento, prestar oído, abrir mucho los ojos

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