El mejor plan no es no tener ninguno a mano, ninguno que nos ocupe el día, no tener a nadie que nos solicite o apremie a que cumplamos algún cometido. Hay días en los que solo tienes ese anhelo, el de no ser visto, el del no rendir cuentas. Hay más días en los que no dejas de hacerte ver y rendirlas todas, con oficio y empeño esas veces. Se sabe dónde estarás y qué estarás haciendo. Se puede montar una especie de manifiesto de campaña en el que se hace inventario de los pasos que das y de los lugares que visitas. Son días con toda la pinta de ser días huecos. Están abiertos a que se los llene a capricho o que la oquedad lo ocupe todo a su antojadiza manera. No se espera nada asombroso de ellos, no hay tampoco evidencia de que nada los saque de su tránsito manso. No importa que nadie nos llame, ni que tengamos que pronunciarnos con solemnidad sobre algo trascendente. No se nos va a pedir opinión, no haremos balance cuando la jornada acabe. Ni se nos ocurre a nosotros estar al tanto de lo que hacen los otros y, mucho menos, hacer que nos cuenten. Se vive bien en esa pequeña armonía doméstica, una especie de feliz holganza, en la que despachar tercios de cerveza, tapas de queso, novelas largamente abandonadas o escribir un poema larguísimo que guardarás para un libro futuro. Un día en el que no piensas en nada de lo que acostumbras y vas de una actividad a otra sin urgencia, un poco también sin determinación. Da igual hacer esto o lo otro, abrir otro tercio, fumar en el patio, servirte un plato de berberechos, poner un CD de Ella Fitzgerald (uno con standards de Cole Porter) o asomarte al balcón por ver la calle o pensar en Lara de Dr. Zhivago o en las calles de Praga que paseó Kafka. Hay veces en que, sin venir a cuento, aparece Kafka. Necesito que alguien me explique a qué viene esta aparición inesperada. Vendrá Kafka con su desánimo bajo el brazo, me dijo una vez K. en una noche de farra. Cosas que no tienen hilo que las una, pero que se ensamblan por obra de la molicie. Por otro lado, la realidad tampoco tiene hilo previsto y sucede sin una brizna de lógica o de cordura. Y quizá es bueno que así sea. Lo que de verdad importa de estos desatinos de la felicidad es acabar el día con el mismo pijama con el que te levantaste. Qué lujo eso del pijama. La sociedad entera se sustenta en la bondad de que nos siente bien el pijama cuando cierra el día y volvemos a casa. Yo creo que quien se coloca su pijama y lo mira con arrobo infantil participa en la salvación del mundo. Es absurdo pensar que un pijama es un indicador de cierto confort espiritual. También que no lo sea. A veces es bueno ser hospitalario con uno mismo, convidarse de fe en uno mismo, no tener que ser resolutivo, no darse por aludido en lo acostumbrado y, urgido por la costumbre, feliz de nuevo, volver a la velocidad y al bendito (sí) caos.
13.9.25
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