Hay asuntos en los que uno no debe meterse. No nos incumben o nos quedan demasiado grandes o no son cosa nuestra y sí de otros, de quienes saben o han sido invitados o creen (a conciencia esa creencia) que alguien espera que ellos se involucren o aplaudan o censuren o sencillamente manifiesten una cara sonriente o una que no sonríe o manifiesten su criterio y haga que el nuestro se construya o se consolide. Serán a quienes miremos, de los que nos fiemos, con los que contemos para lo que precise que se cuente con alguien o, más sencillamente, para formar una opinión, una cara sonriente o una que no sonríe, todo muy de redes, que no es el emplazamiento idóneo, pero es el que más frecuentamos, por desgracia. Todo, muchas veces, queda en iconos, no en argumentaciones. Basta un gesto que conceda o rechace o exponga cuánto nos divierte o nos desagrada, y ese gesto, con su carita, dice todo sin que quien la elige y difunde precise argumentar su elección, trazar un mapa o urdir un texto. Lo que no prospera es la mayeútica, ese feliz dar y recibir en el festín de las palabras. Las estamos desmantelando, se las reemplaza por lo que quiera que no nos haga pensar y, en el pensamiento, tomar partido, aplaudir o rechazar, demostrar que somos parte de la conversación, del flujo civil de todas las palabras. A este paso, de persistir la afasia, recurriremos al gruñido, al balido, al rugido, al relincho, al ladrido, al cacareo, al mugido, al zureo. Hay quien ya se prueba en estos menesteres fonéticos y gruñe, bala, ruge, relincha, ladra, cacarea, muge o zurea o incluso, por mera desatención de las mínimas normas lingüísticas, lo hace todo al tiempo con colmo de orgullo animal. Y, oh nobles bestias, vosotras, las avergonzadas, dais más empaque semántico a vuestra lengua vernácula que el embrutecido hombre, que se conforma con hablar sin que nada de lo que dice contenga la más elemental norma de convivencia y consenso. Y así nos va y de seguro que irá a peor. Uno se contenta con cuidar las palabras y usarlas con la corrección debida, y concede que en ocasiones no acudan cuando se precisa su intervención, pero se alegra de que todavía haya quienes las airean con clara vocación de orfebre y, sobre todo, las usa para que nos vayamos entendiendo. No hay tal entendimiento, razono con pesadumbre. Nos gobiernan iletrados, nos llevan a las guerras, nos contentan con el pan y el circo de siempre.
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