Una vez tuve un ardor metafísico. Sentí una opresión en el pecho, un quebranto existencial a medio camino entre la revelación cuántica y la homilía dominical y, ya por fin, una verdadera paz de espíritu. Es en esos momentos cuando uno adquiere verdaderamente la dimensión exacta del cosmos. Se ve arrojado al cosmos, pero ha descubierto la vía por donde se puede obrar la extracción. El cosmos es un lugar terrible porque está muy oscuro. La luz comparece siempre. El hombre es de luz, no acaba de vencerlo la tiniebla. Yo mismo puedo asegurar que hubo ocasiones en que flaqueé, pero vi esa luz y recompuse el ánimo. No entendí el porqué de ese prodigio ni tampoco su evanescencia, su arredro, sus remilgos a perseverar y quedarse ya conmigo. No sé de costuras de átomos, pero el traje de la vida me viste y yo aplaudo. Qué júbilo darse de bruces, sin esperarlo, con su fulgor. Hoy domingo, tan insensato como cualquier otro domingo, he asistido a la bondad absoluta leyendo los poemas de Antonio Rivero Taravillo. No puedo evitar pensar que no se ha ido.
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