30.9.25

Música celestial

 



Sé cómo suena. Incluso recuerdo el ruido del carro al volver a principio de línea. A Mahler sonaba. Épica pura. QWERTYUIOP. ASDFGHJKLÑ.ZXCVBNM. Ahí está todo. Se puede decir cualquier cosa si tecleamos con maestría. 

29.9.25

Vancouver 1966

 



Uno a veces se reconoce en calles que nunca ha pisado, da con recuerdos falsos, hasta, toda esa costura sentimental de lo que verdaderamente nos forja. Tampoco se sabe bien qué diferencia hay entre la ficción (lo vivido en los libros, en el cine) y la realidad, dónde acaba una y empieza la otra. De esta calle de Vancouver, registrada por un fotógrafo del que no sé nada, en 1966, el año en que yo nací, tengo un par de historias que contar. Probablemente mezcle, en su relato, trozos de películas que he visto, párrafos enteros de cuentos o de novelas que he leído. Mi cultura ha crecido en Vancouver de un modo inargumentable. Le debo más a Carver que a Baroja. Creo que me movería mejor por las calles de Manhattan que por las de Teruel. No habiendo estado en ninguno de esos lugares, sin haberme dejado llevar por el vértigo de sus calles, estoy más inclinado a pensar que disfrutaría más en las afueras, en lo que no conozco sensiblemente, pero sí de un modo interpuesto, dulcemente aprisionado en mi memoria, elevado al rango de mítico. Poseo al menos un par de buenos amigos que pasearían conmigo por Vancouver. Pero Quizá no el Vancouver actual, ya digo, sino el de 1966, creyendo que hemos ingresado en una película en blanco y negro y que Lee Marvin está en un bar, bebiendo un whisky, esperando a que le llamen para cerrar un trabajo. Yo soy muy de Lee Marvin, ahora que lo pienso. Muy de serie B a lo Samuel Fuller o Don Siegel. A la vida se le encomiendan en ocasiones cometidos que no puede cumplir. No podemos convertirnos en personajes de las invenciones de los otros ni tampoco que esos personajes salgan de la pantalla y circulen con nosotros por las calles, nos escuchen y consideren la posibilidad de que seamos nosotros los que hacemos el viaje inverso y paseemos Manhattan o Vancouver en 1966. Woody Allen nos dejó a Cecilia, la camarera de La rosa púrpura de El Cairo, esa película romántica en donde aceptamos cosas inverosímiles, fantásticas, mentiras que nos hacen más felices. Definitivamente uno, siendo muchas cosas, se queda con las que han dejado un poso más durable adentro. Como ya tenemos la realidad (a veces la constatamos de un modo brutal) pedimos un extra de ficción. Ah amable lector que me comprende, quedemos para tomar un café. 1966 es un buen año. Vancouver, un buen sitio

28.9.25

Leer es un acto de amor

 Se pueden hacer otras cosas que no sean leer. Los libros no garantizan nada. Ni siquiera que seas feliz, que es una aspiración universal, de consenso rápido, incluso entre quienes a todo ven obstáculo, y la luz, hasta la más hermosa, les parece preámbulo artero de las sombras. Leer está sobrevalorado.

Ninguna aspiración del corazón requiere del concurso de los libros, nada a lo que uno se arrime para vivir mejor precisa de su intervención.

Leer es una actitud de riesgo. Ni siquiera garantiza la alegría. Es un disparate. Además, salvo a lectores con buena constitución ocular, cansa la vista. De verdad que no merece dejarse los ojos en un libro. Hay algunos, los de edición muy básica, muy barata, que tienen una letra ridícula, como de cagadita de mosca: esos son los peores.

Los libros no cuentan nada útil. Hay quien ha padecido terribles dolores de cabeza por abusar de ellos. Me lo han confesado. Un dolor de cabeza mal tratado puede derivar en jaquecas, en migraña. Si uno va al médico y le pide que le recete algo, le dice que hay cura, sí, pero lenta. No hay fármaco fiable que elimine el daño de forma drástica.

Otro asunto a considerar, uno no baladí, es que el enfermo, una vez recuperado, no puede tener libros a mano. Un solo libro a la vista hace que flaquee y recaiga. Ahí tenéis a Don Quijote, el loco, apartado del mundo, de él mismo, hechizado por las andanzas caballerescas. La letra impresa, sigo con mi hilo, es el veneno más fulminante.

Leer aturde el tino, emponzoña el alma, nubla la fe, agría el carácter, atonta el cerebro. Un cerebro atontado (o desquiciado o extenuado) es el primer paso. El siguiente es que se atonte o desquicie o extenúe el corazón. De ahí a ser una mala persona, mala solemne, hay una distancia pequeñísima. Porque quien lee mucho, sólo desea leer más. No le interesan los asuntos de la vida diaria, con sus rutinas, con sus travesías, con su cesta de la compra, con sus paseos por los parques, con sus terrazas de primavera. Lo que de verdad le interesa a un lector son las grandes historias de los grandes autores. A faltas de grandeza, pequeñas historias de pequeños autores. El tamaño no siempre es vinculante.

La vida de verdad (lo sabe el que lee) está en las novelas. Incluso acepto que alguien diga que está en los cuentos o en la poesía. Para leer un libro como Dios manda hay que aislarse del mundo. Se precisa un búnker. Un refugio a salvo de las bombas.

Un libro, un buen libro sobre todo, vampiriza a quien lo abre. Los libros son los vampiros, lo he dicho alguna vez, achispado o sin achispar. No hay libro que no tenga un Drácula dentro.

Los libros anulan la voluntad del que acepta el contrato de leerlos. No sólo anulan la realidad: en ocasiones la niegan. Ofrecen realidades maravillosas. Algunas, de tan maravillosas, rebajan los primores de lo real y no nos hechiza la verdad de los árboles y de la luz en las ramas. La realidad de los libros rivaliza con la otra. No se puede afirmar con rotundidad que una tenga más armas que la otra. Es malo todo esto que digo.

Lo único que supera la maldad del libro es la maldad de una biblioteca, que es una suma caótica u ordenada de maldades, una especie de Babel diabólica en donde se almacenan y catalogan (por lo que pueda pasar) todos los libros.

Insisto en que leer no es un buen negocio, no trae a cuenta. Yo no conozco a nadie que sea feliz por leer. Felicidad y literatura no están casadas. Ni siquiera flirtean o tienen escarceos galantes. Tampoco la hay entre felicidad y ajedrez o felicidad y Liga de Campeones o felicidad y tercios de cerveza. Uno es feliz por cien causas o por una sola, pero no tengo duda de que la lectura no es una de ellas. Al menos, no la capital, la verdaderamente relevante.

Esta sinceridad mía, cruda y áspera, es razonable, a poco que lo piensen. De estas cosas hay que hablar así. Si no, mucha gente sale confundida. No hay que vender confusión. Ni libros, claro. Por mí pueden coger todos los libros y echarlos al bendito fuego. Al fuego todos los libros. Al fuego Borges completo, con su Funés el Memorioso, su Aleph, su Jardín de senderos que se bifurcan y su Libro de arena, al fuego todas las novelas en que muere alguien, al fuego las novelas en las que no muere nadie, al fuego todos los poemas de amor, incluso ese de Neruda de “me gustas como callas porque estás como ausente”, al fuego los poemas que no tienen dentro ningún amor. Amontonad los libros, levantad una montaña de ellos y prendedla fuego. Que se quemen. Que ardan las letras. Las frases largas, las cortas. Que arda Pinocho y El capital. Que arda el Evangelio según San Mateo y Los diarios de Ana Frank. Que se pudra en el fuego el tonto de Harry Potter y el valiente de Atticus Finch. Que la paloma de Alberti no se equivoque más, por Dios. Que el fuego se coma las enciclopedias.

Un mundo sin libros es un mundo más feliz. Porque el libro no garantiza la felicidad, ya lo he dicho. Ni siquiera produce que por la noche duermas plácidamente y no te cerquen las pesadillas. Yo he leído centenares de libros (miles, yo qué sé) que me han hecho tener pesadillas. Los libros no sirven para nada. No conozco ninguna utilidad. No creo que tengáis alguna que podáis contarme y con la que podáis convencerme. Hay gente que ama los libros, los lee, los guarda primorosamente en casa y después salen a la calle y son violentos y buscan pendencia como el que busca una sombra en verano.

Los libros (además) no detienen las bombas en el aire. Una vez que empiezan a caer, siguen su destino inapelablemente. En una guerra una de las primeras cosas que hacen los soldados es quemar bibliotecas. No es algo que piensen. Todos sabemos cómo funciona un ejército. Luego incendian los colegios, borran todos rastro de las letras del pueblo que desean aniquilar. Queman las historias del pasado. Los que los mandan, los dueños de las guerras, saben que estamos hechos de historias. Somos las historias que llevamos dentro y todos nos convertimos en escritores en cuanto empezamos a contarlas.

No hay escritores que no sean lectores de otros escritores. Vivimos de los cuentos de los demás. Los buenos y los malos, todos se aceptan. Todos nos construyen como personas. Nos levantamos pidiendo cuentos y nos acostamos con cuentos en la cabeza. Y al dormir, en cuanto conciliamos el sueño, se nos llena la cabeza de cuentos nuevamente. Somos escritores cuando dormimos. Somos escritores invisibles, carpinteros o albañiles invisibles.

No hay un solo día en que no haya escuchado una historia nueva. Da igual que sea en un libro o en un paseo o en un banco de un parque. Y me va a dar lo mismo que leer no conduzca a nada. Que no garantice la felicidad. Ni la alegría. Que los libros no cuenten nada útil. Quizá sea inútil haber conocido al Capitán Ahab, que perseguía a Moby Dick, mi ballena favorita. Quizá sea inútil haber conocido a Gregor Samsa, el bicho que inventó Kafka. Vaya tipo raro, Kafka. O el monstruo que creó el doctor Frankenstein. Qué voy a contarles de esa triste criatura: que era un replicante, un gólem, una bestia perdida y sola. Al final va a dar lo mismo que los libros no paren las bombas. Que atonten el cerebro o reblandezcan el corazón, ese pobre zarandeado.

No conozco viaje más hermoso que el que me proporcionan los libros. Ninguno tan cómodo, por otra parte. ¿Quién no se ha acostado con un libro, al amor de un flexo, en mitad de la noche, protegido por las historias que lee, transportado a otro mundo, izado más arriba, mecido, conmovido, amado?

Los libros son maravillosos, ahora sí puedo decirlo. He ido merodeando esa verdad, pero ahora es insoslayable, debe decirse, airearse. Mienten con absoluto oficio, cuentan las mejores mentiras que conozco. En la vida se nos miente con tanta frecuencia, sin que lo esperes, sin que lo merezcas, que está bien elegir qué mentiras nos confortan más. Cada uno, al coger un libro, escoge la que más le place. La literatura es la mentira por antonomasia.

Tan solo tenéis que pensar que hay literatura desde que tenemos lenguaje. Lo primero que hizo el hombre fue contar las cosas que veía. Historias del fuego, de la caza, de los ríos y del invierno. Como no tenía palabras, dibujaba esas historias. En realidad, lo que hacían era una especie de cine de caverna. Luego le pusieron voz a la imagen. Hasta música, supongo. A partir de ahí, sin pudor, sin echar atrás, empezaron a conquistar el mundo.

Al principio se contaban historias simples; yo salgo de la cueva, yo me encuentro con el oso, yo lucho con el oso, yo mato al oso, yo vuelvo a casa, yo traigo la piel del oso. La cosa se complicó más tarde. Primero fue el combate con el oso, después el encuentro con los dioses. Cuando descubrieron que la realidad no era suficientemente épica, tiraron de efectos especiales, por decirlo de alguna manera. Entonces adornaron el relato, lo inflaron de magia, lo convirtieron en mítico. A falta de ocio de más lustre, se buscaron poetas, narradores, gente de facilidad de palabra y de memoria prodigiosa. Se les encargó el registro de las hazañas. La tribu precisaba alguien que consignara esos milagros.

Cuando muchísimos años después se inventó la imprenta, nació de nuevo el mundo. El objeto más maravilloso que hemos construido ha sido el libro. Aunque no detenga balas o incluso aunque las espolee y cuente cómo fabricarlas y contra quién usarlas. Hoy toca leer. Mañana también. Traigan un oso a casa. Cuéntenle a su familia que el combate fue a muerte y volvieron con el trofeo al hombro.

Los libros son objetos extraños. Los que leyó Hitler le sirvieron para aventar una guerra y diezmar al pueblo judío, aunque los fieles a Woody Allen llevamos años luciéndonos con la ocurrencia de que escuchar a Wagner hace que le den a uno ganas de invadir Polonia. Hay lecturas que pervierten el tino y otras que lo subliman, igual que hay compañías que nos elevan como personas y otras que nos abisman al caos y al más retorcido de los comportamientos. Leemos para el disfrute, pero también para justificar nuestros actos, y los de Hitler difícilmente pueden inspirar otra cosa que no sea la repugnancia y el más emponzoñado de los odios. Y a decir de biógrafos (Ian Kershaw) y a lo expuesto en documentos de la época, el Führer era un lector voraz y un lector incluso con cierto grado de exquisitez libresca, porque había pocos libros que se hubiesen librado de sus anotaciones al margen, de sus consideraciones más íntimas. El ser terrible extraía de su corazón corrompido un hueco para ilustrarlo, pero no nos llamemos a engaño: sería la aberración la que buscara en los textos, la confirmación de su ideario cruel, serían lecturas propedéuticas, prosa histórica o esotérico o instrumental que le informaba sobre el mundo que pensaba destruir. No leyó literatura de ficción, salvo algunas obras de teatro: la novela es un género infame (debió pensar) en el que los personajes son títeres bajo el influjo del autor. Shakespeare, sin embargo, le fascinaba: ahí era donde permitía que la invención libre desocupara su alerta hacia lo tangible. Él mismo creó un género (el exterminio, el genocidio, el crimen de lesa humanidad, dicen ahora) del que fue autor renombrado, otros hubo, alguno se reconoce todavía hoy, otros rivalizan con él en el desprecio absoluto a la vida humana: la demolición de la razón (iba a escribir «de la ternura» o «del sentido común» bajo la tiranía del fanatismo. Así que leer no asegura ninguna bondad. Los monstruos también tutelan libros en sus anaqueles privados: los miman, los repasan, los contemplan como el que contempla un preso al que ha enjaulado y del que se sirve para demostrar, en cada visita al calabozo, del inmenso poder que ejerce sobre él. Libros antisemitas, libros sobre ocultismo, enormes tratados sobre cartografía, vida y obras de Napoleón, todo lo concerniente al imperio prusiano o biografías de grandes personajes de la Historia (emperadores romanos, Carlomagno, monarcas). Todos fueron encontrados, hasta casi 3000, en una vieja mina de sal a las afueras de Berlín por las tropas aliadas a poco de caer la cancillería. La enorme biblioteca fue enviada a Estados Unidos, y en 1952 fue acogida de forma ya definitiva por la Biblioteca del Congreso. Otros 10000 volúmenes se cree que volaron a Moscú. Algún soldado pícaro o mitómano o simplemente buen lector debió apropiarse de unos pocos. El azar o la mano ignorante de algún funcionario quiso que buena parte de esos libros fueran relegados al limbo perfecto del olvido: al no haber constancia manuscrita (los subrayados, las líneas al margen) de que fueran con certeza del Führer, se dispuso que no constaran en ningún registro y que no ocuparan la misma categoría que otros que, en cambio, sí exhibían anotaciones caligráficas o cualquier otra evidencia de que el propio Hitler los había usado. Comenta Timothy W. Ryback, máximo custodio de estos fondos y especialista en el legado cultural del Tercer Reich, que hasta había algún pelo de su bigote entre las páginas de muchos volúmenes: rumores que fomentan el sano humor. Como si Indiana Jones mismo mirara de reojo, con ese punto suyo de cínica prepotencia, alguna caja distraídamente abandonada en un hangar o en un sótano de la Administración de Trump (si es que hay alguna)  y pensara (permítanme la ucronía) que todo ese esfuerzo y ese heroísmo no dejen de ser baldíos, inanes, porque el futuro de la ciencia más extravagante (hoy Trump ha tirado de ignorancia para sancionar el uso del paracetamol) o de la arqueología más deslumbrante, la que no debe ser manifestada sin precauciones, yace en la oscuridad, en los archivos más escondidos, en enormes cajas de madera precintadas por un operario gris de un gobierno lerdo.

Echa uno en falta hablar sobre libros de vez en cuando. Se explaya en temas de menos interés personal, alambica la conversación hasta lo inconveniente en asuntos políticos o de índole religiosa o, con más vehemencia, pagana, pero desatiende lo meramente libresco. Me acuerdo de cierto amigo al que, al contrario, era difícil sacarle de las novelas que leía y de las que estaba a punto de leer. No desbarataba la trama, no caía en revelar los vericuetos del argumento, pero hartaba, hartaba a veces mucho. Incluso cuando lo trataba (hablo del servicio militar, en San Fernando, en Cádiz) sabía que era un ejemplar irrepetible. Hasta ahí, y ya han pasado más de cuarenta años de esa estancia obligada en los barracones del Tercio de Armada, nadie le ha igualado ni, por supuesto, superado en voracidad lectora. No tenía, sin embargo, ni idea de lo que era un oxímoron y carecía de una sólida formación sobre los periodos históricos en los que se desarrollaban las historias que leía, pero su único interés era justamente ese, las historias, el asombro que producen, la fascinación pura del relato, la rendición ante el arte de contar. Le encantaba Stephen King, recuerdo, y detestaba la poesía, que consideraba un género muy menor, indispensable para espíritus sensibles, pero escurridiza para afectos rudos, como el suyo, ávido de emociones fuertes, de retruécanos en los argumentos, de abrumadora elocuencia narrativa. Por eso King era el rey de la baraja. Por eso tenía el tocho de «It» en la taquilla, junto al petate y su colección de latas de pulpo en salsa americana y una colección de latas calientes de cerveza que ingería con entusiasmo en horas absurdas.

15 haikus de Manhattan

 


1

El mar y el cielo.

Un avión a lo lejos.

Tarde en Manhattan.


2

Puente de Brooklyn.

Me da que Woody Allen

Lo está grabando.


3

Busqué en la nieve

los pasos de los otros

por si eran míos.


4

Prospera el frío.

Lo peor del invierno

Es que no acaba.


5

Es la catedral.

Adentro no está Dios.

Reina la Visa.


6

Torres en vilo.

¿Quién dijo miedo al vértigo?.

Hablan de nubes.


7

Medra allá arriba

la luz en su esplendor.

Templo del aire.


8

Sólo es ladrillo

el imperio del hombre.

Diez mil ventanas.


9

Puro embeleso

El del agua en la hierba.

Como un fornicio.


10

Pensé en el rey Kong.

Yo era muy pequeño. 

Sàbado tarde. 


11

Tiene el paisaje

Un aire de tristeza.

Clausura y frío.


12

El parque en blanco.

En la espesura.

Adentro habito.


13

Yo que un Monet.

Tú dices que un Rubens.

Será un Renoir.


14

El perro ignora

Las nubes en Manhattan.

También que llueve. 


15

Todo tu cuerpo es

vigilia de la carne, 

fiesta del alma.

27.9.25

Gramática del pozo

 Cada hígado es un mundo. Tanto es así que puedes llegar a ser un foie. El aforismo, admito que no el más feliz de los posibles, lo hicimos Antonio Sánchez, José Garrido y un servidor sin saber que estábamos haciendo un aforismo. Cada uno dio un matiz. La idea trajo las palabras o ya ellas mismas, las sobrevenidas palabras, acogían con rotundidad al deslumbre de la idea. No hace falta ahora (tampoco sé si podría) extenderme más en todas esas maquinaciones del numen. Yo me he limitado a ordenarlas y darles un registro. Hay novelas de mil páginas que requieren únicamente de una intendencia singular, precisan tan solo de la comparecencia de un obrador solitario que maneje a su antojadizo capricho el fluir de la trama. En ocasiones, sucede una especie de revelación a la que no se debería hacer censura alguna. No sobra ni falta palabra alguna: "Cada hígado es un mundo". Podríamos añadir idéntico despliegue de concisión (permítanme el atrevimiento) al corazón o a los pulmones. Hay órganos que merecen una bibliografía aparte. El hígado ha sido contenido: no tiene el pedigrí de otras partes de más noble y entero fuste. Conocí gente que se malogró por no cuidarlo. También (con mayor empeño) a quienes descuidaron ese corazón o esos pulmones: amaron mucho o no amaron nada, fumaron hasta que el humo les entenebreció la carne. 

Baltasar Gracián escribió, y hoy recoge en su rinconcito maravilloso José Luis Morante: "El que ha satisfecho su sed da la espalda al pozo". Es de la sed el pozo, suya su hondura etérea, su cuerpo siempre seco  El hígado es un órgano frágil. Se le zahiere al prolongar más de la cuenta la ingesta de alcoholes, qué les voy a decir. Un tío mío murió de cirrosis, llegó a beberse la colonia del cuarto de baño. Era yo pequeño, no supe de esa afición en primera persona, pero me la creo. Tenía la cara amarilla, eso recuerdo. Un día antes de que yo tuviera un examen de latín me dijeron que había fallecido. Creo que suspendí. Mi tío me regaló un atlas, recuerdo también. Todavía lo tengo. Aprendí los ríos y las montañas, sentí volar mi cabeza por valles y por fiordos. Las primeras palabras impresas de nuestro bendito idioma estaban en ese libro majestuoso y extraño. Supe que el Nilo era un río que serpenteaba por África. Y lo más curioso es que vi la serpiente antes que al propio río. El cuerpo también es un mapa. Posee su secreta y su visible orografía. Hay fosas abisales, hay cráteres, hay bosques a los que asedia el fuego, todos los fuegos. 

No sabemos cómo cuidar el cuerpo. No se nos ha instruido. Qué decir del alma. Ella tiene extensos y cuidados volúmenes en las baldas de la memoria del hombre. La filosofía es una disciplina del intelecto que se persona para proceder con una intendencia fiable, pero no lo es. Incluso cabría esperar que no se la comprenda y se porfíe en asedios livianos. El instrumental es ineficaz. Como agua a la que se pretende retener y da con resquicios por donde fugarse. No podemos proceder con estricto empeño, decir cosas cabales, no dejar una puerta abierta por la que se escape la elocuencia o la sensibilidad o la razón. Las palabras son el severo brocal, la vertical seducción de la tierra y la sed infinita. 

25.9.25

Mazinger Z nuevamente





 Franz Kafka, Fritz Lang, Lester Young, Herman Melville, Francis Bacon, Van Morrison, Jorge Luis Borges, Luis Cernuda, Helmut Newton, Robert Johnson, Edgar Allan Poe, Gabriel García Márquez, John Lennon, Rick Wakeman, Constantine Kavafis, Raymond Carver, Ernst Hemingway, Howard Phillips Lovecraft, Gilbert Keith Chesterton, Edward Hopper, Billie Holiday, Marcel Proust, Darth Vader, Luis de Góngora, Saki, Miles Davis, Robert Fripp, Peter Lorre, Eric Clapton, Peter Gabriel, Bill Evans, Philip Marlowe, Martin Scorsese, Paul Newman, Bette Davis, Alfred Hitchcock, Jaco Pastorius, Art Blakey, Freddie Mercury, Vladimir Nabokov, James Joyce, Antonio López, Katherine Hepburn, Pier Paolo Passolini, Michael Caine, Robert Louis Stevenson, Darth Vader, Atticus Finch, Indiana Jones... Antes que ellos, tan queridos, antes de que guiaran mi vida de algún modo, fue Mazinger Z. Hace unos años le compuse un texto conmemorativo de esa feliz estancia en mi joven y goloso espíritu.


En 1978 yo tenía doce años y la sobremesa de los sábados pertenecía a Mazinger Z. No había otra cosa que me entusiasmara más que el robot gigante construido por el doctor Kabuto y manejado por su intrépido nieto Koji para frenar los planes malvados del temible Doctor Infierno y su esbirro, el barón Ashler, mitad hombre, mitad mujer, híbrido cabrón de dos momias resucitadas. Recuerdo el planeador encajado en la cabeza del robot gigante y su compañera de metal, Afrodita A. Los puños de uno y los pechos de otra derrotaban invariablemente a la interminable legión de robots que las hordas del mal gobernaban. Adoraba las fábricas ocultas en donde se montaban las máquinas del enemigo. No tuve ningún muñeco de Mazinger Z, ni coleccioné cromos (creo que de Panrico), ni busqué el cómic, siendo yo entonces consumidor habitual, más en préstamo de amigos que por propia iniciativa doméstica. La economía familiar permitía pocos excesos y las cosas buenas que daba la televisión eran gratuitas. La palabra merchandising no existía. Los niños éramos cándidos, de una inocencia rayana en la austeridad. Queríamos imágenes, aventuras, espectáculo, pirotecnia. Supe muchos años después que la serie se canceló por ser sus dibujos "demasiado japoneses, demasiado violentos", así que no pudimos verla entera. La sustituyó una cosa absolutamente risible que se llamaba Orzowei, un Tarzán lánguido y de pocas luces. No vi ni un episodio, aunque la machacona melodía de sus créditos pueda tararearla sin rubor. Creo que no me importó conocer un final. Mi deseo era meramente plástico, pictórico, mitológico. Aquel coloso mecánico sorbió el seso a toda la chiquillería. Heidi y Marco, otros productos de factorías niponas, eran lacrimógenas incursiones en un territorio que nos era ajeno, aunque nos las tragáramos sin chistar, por no haber otra cosa con la que entretener las tardes en casa. La imaginería bélica de la serie era fastuosa. Aprendimos que existen los misiles o esos haces de energía destructiva (fotoatómica, puede ser) que no tenían rival en nuestra memoria violenta. Aprendimos la palabra "aleación", lo cual es mucho más de lo que a veces se extrae de una clase de química en un aula: la de nuestro amado robot era Z. Esa pintura sobrenatural lo hacía invencible. No hacía falta una nomenclatura más épica. Como no teníamos interés en etiquetar el placer, no supimos que ese tipo de dibujos animados se llamaba Anime. Duró 27 sábados, parece, pudiendo alcanzar la más longeva cantidad de 92. Cuando Telecinco la repuso, no tuve disposición anímica de retomarla. Las tetas de Afrodita, robot fémina pilotada por una chica, Sayaka, dibujada con atrevida minifalda y locamente enamorada de Koji, podrían haber sido la primera incursión erótica de muchos de nosotros, si se me permite el atrevimiento. James Ballard o David Cronenberg aplaudirían que un muchachito imberbe y sin hacer todavía se engolosinara con toda aquella cacharrería improbablemente lúbrica. Ni Comando G (La batalla de los planetas) ni Bola de Dragón, más adelante, encandilaron mi imaginación como ese robot maravilloso que todavía (han pasado 40 años) me hace sonreír y pensar lo felices que fuimos. La canción del intro de la serie sigue en mi cabeza. Hoy he sabido que su autor (Ichiro Mizuki) ha muerto de cáncer. Había compuesto más de 1000 canciones de animación japonesa. Yendo esta tarde hacia el trabajo me he puesto esa pieza antológica. "Planeador abajo...". "Puños fuera...". Quienes hemos pasado de los cincuenta sabemos de qué hablamos. Hoy probablemente, en esta parrilla infinita de divertimentos, pasaría más desapercibida. Lo de Transformers, perdónenme adeptos, es un émulo vago.

24.9.25

En 3746

 




En el 3746, mi cumpleaños cae en viernes. Creo que ese día tiraré la casa por la ventana e invitaré a cenar a todas mis apreciadas amistades. Beberemos whiskey irlandés del bueno y cervezas checas, daremos cuenta de las viandas más exquisitas, pondré rock progresivo de los setenta, vestiré como un astronauta naïf y recitaré versos de algún poeta contemporáneo. Imagino que entonces todavía habrá poesía y se editarán libros. Tal vez los libros sean una reliquia, objetos de una época en la que leer todavía era una herramienta de conocimiento y de jolgorio intelectual. El calendario del iPhone es inagotable, infinito como los números que maneja. Yo creo que es una broma metafísica. El humor tiene un algoritmo. Hagan planes para el futuro, no tienen mucho que perder. Planeen fiestas en las que se celebre el vuelo de un ave en la lejanía o el advenimiento del frío cuando el verano concluye. Concédanse la posibilidad de que la inmortalidad sea una aspiración legítima.  Los constructores de las tripas de Apple son unos cachondos. No sé si demandarlos por crear expectativas falsas. 

22.9.25

No querer ver morir a quien se ama


Se atribuye a Greta Garbo la triste sentencia de que la vida sería maravillosa de saber qué hacer con ella. Andrei Tarkovsky dijo que si buscas un significado, te perderás todo lo que sucede. T.S. Eliot escribe en sus cuatro cuartetos “tuvimos la experiencia, pero perdimos el significado”. Hacemos tolerables la penuria y la desgracia por esa conformidad parecida a la del que cae de una séptima planta y, yendo por la segunda, comenta a alguien asomado a una ventana: “De momento la cosa va bien”.  Somos optimistas a veces sin que sepamos por qué. Como si ya vivir bastase y el futuro, el que viniera, fuese una bola extra en una de esas maquinitas de pinball que entretenían nuestra mocedad en los bares. La cosa va bien. Hay con qué amenizar la caída. Hasta podemos ignorar los motivos de esa alegría pequeñita con la que a veces el día fulge como una estrella de cien puntas de puro y limpio fuego. Arderemos, sí, pero la combustión es lenta y no tenemos manera de aplazar la ceniza. Y no querer ver morir a nadie a quien se ame. Hay cuatro verbos en esa frase. Tres de ellos van en comandita, bien trabados. El lenguaje es un juego. Como vivir.

21.9.25

In memoriam

 

La humanidad no soporta la idea de que el mundo surgió por casualidad, por error, sólo porque cuatro átomos insensatos chocaron en cadena en la autopista mojada.

Umberto EcoEl péndulo de Foucault.


Una vez tuve un ardor metafísico. Sentí una opresión en el pecho, un quebranto existencial a medio camino entre la revelación cuántica y la homilía dominical y, ya por fin, una verdadera paz de espíritu. Es en esos momentos cuando uno adquiere verdaderamente la dimensión exacta del cosmos. Se ve arrojado al cosmos, pero ha descubierto la vía por donde se puede obrar la extracción. El cosmos es un lugar terrible porque está muy oscuro. La luz comparece siempre. El hombre es de luz, no acaba de vencerlo la tiniebla. Yo mismo puedo asegurar que hubo ocasiones en que flaqueé, pero vi esa luz y recompuse el ánimo. No entendí el porqué de ese prodigio ni tampoco su evanescencia, su arredro, sus remilgos a perseverar y quedarse ya conmigo. No sé de costuras de átomos, pero el traje de la vida me viste y yo aplaudo. Qué júbilo darse de bruces, sin esperarlo, con su fulgor. Hoy domingo, tan insensato como cualquier otro domingo, he asistido a la bondad absoluta leyendo los poemas de Antonio Rivero Taravillo. No puedo evitar pensar que no se ha ido. 

Soñarán los perros

 Con lentitud, sin que se aprecie la mudanza, la ciudad se prepara para el otoño. El frío hace que se abran las ventanas de las casas y el arrullo viscoso del verano no es más que un rumor sin peso, algo soportable tras su saña en los meses anteriores. La noche irrumpe con una dulzura novicia que invita a pasear y a sentarse en las terrazas. Ahí es donde el día empieza a claudicar. Luego regresamos a casa. Se tiene en ella entonces la impresión de que acudimos a una especie de tregua en donde la realidad aduce sus excusas con timidez, un poco con la ligereza de quien sabe que repite un gesto antiguo que domina, pero del que no presume. No hay noche en que no bendiga la invitación al sueño. Por descansar. Por retirarme. Por no estar, a sabiendas de que se regresa. Incluso por soñar, que es una perseverancia involuntaria del escritor que todos llevamos adentro y que no siempre irrumpe, ni se tiene certeza de que exista. No recuerdo qué personaje de Borges dijo no saber soportar la vida eterna, la repudiaba por insoportable. Son cosas de los personajes de Borges. Algunos no tienen nada que ver con el que lee, los miramos desde una distancia segura, sabiendo que no hay nada que digan o hagan que pueda afectarnos y cambiar nuestro modo de vivir. Quizá debiéramos permitir esa intromisión narrativa, la de los personajes que no se nos parecen, pero a los que admiramos secretamente, como si hicieran algo que nos estuviera vedado en nuestra rutinaria existencia. La literatura es una lujuria intelectual. Cuando todo se nos pone en contra o cuando todo se torna gris, da igual el orden, pueden concurrir ambas cosas al mismo tiempo; de hecho, suele suceder esa circunstancia, deseamos que la literatura nos salve. Siempre estamos en peligro, siempre anhelamos que alguien nos rescate. Hay quien confía a Dios esa empresa. Yo se la entrego a los libros. Mi biblioteca es una catedral. Anoche me postré y oré. Abrí la ventana y dejé que entrara el fresco inédito de la noche. A lo lejos ladraba un perro. Creo que es el mismo que ladra ahora. Estará agradecido a la dulzura de la noche. Hará como yo, aunque no sepa decirlo. No sabemos nada del lenguaje de los perros. No recurren a una sintaxis, pero la hay, a poco que se esmere uno en escucharla. También agradecerán tener un lugar en el que refugiarse. Adorarán la inminencia del frío del otoño cuando lo abrace. Descansarán, olvidarán las penurias de la jornada. Ignoro si agradecerán que les cerque la modorra y los ojos se anublen y cieguen. Soñarán los perros. No sabemos si al despertar algo de esos sueños ocupará la firmeza de la vigilia. Si el ladrido del perro que oigo todavía a lo lejos es la escritura de un sueño milagrosamente recordado.

20.9.25

Oro en el barro / Una lectura de "Un lugar mejor" de Pedro Ugarte


 

Se puede escribir un cuento sin que lo parezca o vivir sin que intervengan acontecimientos extraordinarios, luctuosos o vibrantes. Cuentos verosímiles que incluyen en sus costuras visibles un hilo de inverosimilitud y vidas aburridas, de las que nada relevante pueda ser dicho que de pronto exhiben trazos de la más pura y asombrosa ficción. Será que los cuentos proceden de la vida misma, de su vestimenta extraña, o que la vida es un cuento, un fragmento de algo mayor que no conocemos, pero de lo que se nos permite contemplar un episodio, una pieza, no me pongo más  metafísico. Hacer que en ellos, en los cuentos, las circunstancias sucedan con naturalidad y confiar en que ellas mismas se expliquen, den asiento al azar y, en ese recado nebuloso, como de cosa frágil que se palpa con perplejidad, esperar que él mismo, el cuento extraído de la nada, con su sensibilidad o con su inteligencia o con su fragilidad, busque su sitio, encuentre al lector que lo hará suyo de modo que ni el padre de la criatura, el que lo impuso a la realidad, como si la realidad precisase de añadidos y no se bastase para contentar el ánimo o para echarlo abajo, tenga propiedad sobre él. A mí, tras haber leído y escrito los suficientes, nunca será eso verdad, me sigue fascinando que la literatura cuentística contenga algo de la luz que la realidad detrae cuando se está muy hecho a verla. Y, ya explícitamente, los cuentos de este libro de Pedro Ugarte me fascinan, hacen que me reconcilie con algún lector que fui y que, ya mayor uno, va quedándose por el camino, no vendrán ahora aquí las causas. La literatura debería ser un andamio del que no se tiene idea sobre qué propósito hizo que se montara y tampoco sobre la utilidad de su izado. Leer es a veces encaramarse a la altura desde la que se contemple más libremente el paisaje ofrendado. En ese aspecto, "Un lugar mejor", el espléndido libro de cuentos de Pedro Ugarte, abastece de preguntas, sin que importe en demasía la concreción de algunas de las esperadas respuestas, crea la sensación (duradera, ya verán) de que no hace falta que las historias comiencen, avancen y concluyan, aunque a su brillante manera lo hagan, sino que haya un territorio igual de eficaz en el que todas esas historias existan. Algunas (No éramos tan felices, Un lugar mejor, Ulises y los mapaches) se incrustan, permanecen como uno de esos sueños recurrentes de los que tenemos cabal propiedad, aunque se nos escapen los motivos, quién los quiere. 


Lo que hace con absoluto dominio Ugarte es convidarnos a un festín sentimental, uno familiar, del que sabemos y en el que trasegamos. Una de las cosas más encomiables de esta colección de cuentos es que sus protagonistas no difieren mucho de uno mismo o de alguien a quien se conoce: esa prospección de las emociones más acendradamente humanas la acomete el autor con una naturalidad pasmosa. Se cree que la escritura debe enseñorearse, prenderse de arabescos y de sutilezas semánticas, pero hay alguna que recurre a lo sencillo maravilloso, permítanme. Quiero decir que el estilo es de una fluidez que nos atrapa: aquí se lee con voracidad, pero también con cautelas. Hay que estar atento, cualquier pequeño detalle puede constituirse en pilar de la historia, en sustento de su maquinaria narrativa. El padre que enferma trágicamente y se advierte su decaimiento y postración (Éramos tan felices) malogra la convivencia feliz de los suyos y contempla la paulatina demolición de la unidad familiar, que no comprende la naturaleza metafórica de su intimidad con la muerte. Que el moribundo persista en su moribundia y asista a la defunción de los que lo velan no deja de ser un signo de estos tiempos de azar y relativismo. No precisa Ugarte nada extraordinario para que esa conversación entre los vivos indudables y los muertos previstos fluya hacia "un lugar mejor", idea que cruza todos los cuentos, citada expresamente, anotada con pulcritud, y que impregna a todas las historias de un mismo paño sentimental. Es una aspiración noble ese medro, pero tal vez importe más determinarnos a buscarlo, no la certeza de su logro. Como aquel verso de Cavafis que pedía que el camino fuese largo. Yo añado: largo y lleno de obstáculos. Ellos nos curtirán, harán que la travesía nos haga amena (eso quizá) la espera. He aquí lo cotidiano, cuanto es de todos y lo que nadie entiende como ajeno, lo prosaico (con su ironía, con su mala leche incrustada a veces) convertido en metafísico. También la providencia del azar, su desdén infinito. Por eso leer los cuentos de “Un lugar mejor” es una invitación a inmiscuirse en ellos personalmente. Son nuestros, hablan de uno. Hay episodios o fragmentos de episodios tan cercanos que duelen y, al tiempo, conmueven y confortan. Es un universo minuciosamente íntimo el que erige Pedro Ugarte para asentar su extrema capacidad de observación. Yo creo que un escritor debe ser, ante todo, un contemplador avezado, alguien que hurga con delicadeza, tal vez para no descomponer la realidad y poder extraer de ella el matiz deslumbrante que podría pasar inadvertido. El libro entero es un muestrario de esas delicadas prospecciones. 


La familia es el territorio que mi lectura más apreció. De ella compone un cuadro desalentador que, una vez se traspasa, desalienta, si cabe más aún: el núcleo doméstico es abono para lo mejor y lo peor del ser humano, no es nueva esa idea, viene de los griegos, más atrás también. Y Ugarte afila el lápiz del amor y del odio para manuscribir (prefiero ese verbo de más calado emocional) la verdad del alma, su dialéctica feliz y malvada. “Un lugar mejor” se postula con dignidad que apabulla en el prontuario de las relaciones sociales, en una especie de pulcro vademécum del discurso de la convivencia. ¿Y queda bien parada? Sí, a pesar de la mediocridad de los sujetos intervinientes, con sus dolores y sus triunfos, con sus cobardía y con su épica, el hombre (así, arquetípicamente) sale reforzado: porque estamos hechos de contradicciones. Por encima de todo, los personajes de este libro viven. Entiéndase: se equivocan, se duelen, lloran y, en última instancia, sobreviven. Cuando no es la familia, tan apetecible para los paladares recios, son las relaciones laborales (Balada de Rowena Trevanion), en donde el autor se complace en descuartizar el ecosistema de las oficinas y exhibir el músculo semántico con notoria brillantez. Qué bien escribe este escritor, qué fácil parece escribir leyéndolo y, sin embargo, qué trabajo hay detrás, qué pulcra locura la de contar con esa voluntad de no agotar al lector, sino arrimarle comodidades, conducirlo sin que parezca que haya movimiento alguno. Como esas vidas grises en apariencia que, de pronto, al ser observadas con esmero, muestran brechas delirantes, pequeños o grandes pasadizos que abren un prodigio. 


 

Salvo en un relato (Ermita de San Sebastián) el autor recurre a Jorge (que es padre en ocasiones e hijo en otras) para que lo acontecido posea la hondura afectiva de lo contado en primera persona, sin que ese narrador sobrevenido (honesto, escrupuloso en cribar lo irrelevante) afinque su relato en una continuidad expositiva: no es el mismo Jorge y, tomando el costumbrismo como herramienta, ningún cuento crea vínculos con los otros. Comparten cierta querencia por fisgonear en la intimidad de sus personajes, gente en la mayoría de los casos poco complicada, de vida resueltamente mediocre o apenas inclinada a malograr su felicidad con aspiraciones inalcanzables, pero he aquí la azarosa irrupción de la fatalidad, ella los arroja a la desgracia. Son las menudencias las que toman el mando de la narración. Ya digo que se eluden las grandes palabras y se conceden a las pequeñas (tan cainitas ellas a veces) la encomienda de que ese lugar mejor tomado como anhelo no comparezca determinativamente, pero se entrevea, adquiera sustancia tangible y así el buen lector dé con él. Pedro Ugarte no pretende aleccionar, dar algún tipo de enseñanza: se arroga la virtud de la altura de la palabra, que se manifiesta limpia y fluye para que contar (ese recado ancestral) sirva los subrayados de la realidad, vasta y no dócil a veces. Ni siquiera, supongo, le mueve la voluntad firme de crear un espacio particular, un reino con su castillo y su declarado himno o su recia bandera, fácilmente identificable: se conforma (sigo especulando) con el deleite de observar y, a partir de ese acto con frecuencia banal, encontrar oro en el barro. Yo, agradecido, pido que se le lea. Cada vez me gusta más escribir de lo que me gusta. 



















17.9.25

La esperanza


 Yo quiero amar

como amaba Gabriel Celaya.

Quiero extender mis brazos,

tocar el azul mismo del cielo,

la verdad del alma.
Saber que mi amor
vuela a lo divino.
Que mi voz cuando canta
convoca un esplendor
al que no alcanza la tiniebla
ni el estrago con el que el tiempo
disuade a los amantes.
En un latido único
la sangre ocupará
la travesía de la carne.
Yo quiero amar
como amaba Gabriel Celaya.
Quiero amar
el deseo sin propósito.
Confundirme adrede
con toda la elocuencia
del agua cuando irrumpe
y traza un mapa de luz.
Delira el ocupado
trasegar de las palabras.
Son del amor
todas sus respiraciones.
Es aire puro
que sublima el cielo.
Ser la limpia
convocatoria de la dicha,
la esperanza.

Creer

Fotografía /  Inge Schuster De quien nada sabe se puede esperar el milagro de la clarividencia absoluta. El que ve un color puro y cree habe...