28.10.24

Las cuentas del poeta


Un hombre abre con desmesura sus ojos hasta que arde.
El fuego ocupa la tarde que bulle como un beso novicio.
Este desnudo en mitad de un sueño, esta fulgor sin melancolía.
Sucede la vida mientras no voy a ninguna parte.
Esta luz de temblor y clausura es de los poetas.
Ellos la cogen en sus manos y la mecen
con infinita dulzura o con turbio afán.
Uno tras otro concurren los años compartidos con el miedo.
Danzan con la espalda cansada y el gesto hueco.
Tarda uno la vida entera en descubrir que eran suyos.
Lo que es del silencio regresa siempre a su causa antigua.
No hay dolor que no acabe ahuyentado por la insistencia.
Persevera el verbo, sus tigres con hambre.
Me explotan cien sonetos en el pecho, soy el poeta.
Con cautela, con el primor del arquero ciego, escribo uno.
Cuento la fragancia de las sílabas, ordeno el festín de las palabras.

El infinito


   Fotografía: Robert Frank

 De huir se sabe que importa menos el lugar al que se va que el dejado atrás. A veces de lo que se huye es de uno mismo y se cree que daremos con lo que sea que busquemos si de verdad lo deseamos. Una vez que se ha comenzado a huir cuesta decidir cuándo parar. Hay quien no ha hecho otra cosa que huir. Entra en lo posible que ni sepa que es eso lo que hace o que ni se le ocurra pensar en que el azar o el empeño satisfagan la restitución de un destino. Es el afán de seguir lo que cuenta, ese alado propósito. Huimos de la muerte, aunque nadie rescinda ese compromiso con ella. Ni hay un plan de alguien para malograr tu fuga. Las más de las veces es invisible. Se está bien mientras se huye, no hay otra empresa que se desempeñe con más determinación. Se parece huir a vivir. La misma sangre festeja este anhelo. El mismo cuerpo exhibe con orgullo las prendas del desgaste. Hay que huir antes de que el hambre sea lo mismo que el invierno y la piel se duela por el viento y por el frío. Hay que enhebrar la luz en la obscena acometida de la sangre. Era sed y un caudal de fuego apresurado la sangre. Ella carece de lenguaje. Descendemos a su diálogo sin brújula con el pudor de la luz cuando irrumpe, aunque luego todo es clamor. El que huye aprecia con mayor fulgor la claridad del aire. Vano esplendor, vértigo hueco, hambre ebria. Está a medio hacer el cielo, se ven las costuras, se las oyen crujir como un corazón que ha renunciado al latido y se rompe despacio y no gime. Se tarda la vida entera en descubrir que el corazón no era la causa ni el centro. Es el anhelo de infinito lo que hace que andemos o que corramos. Hay que aspirar a lo eterno. El corazón y la sangre ignoran la metafísica, pero el alma sabe de sus primores. El dulce vino del tiempo es el único sabor que reconoce la lengua. Un poeta es alguien que huye más lentamente que los demás. Se les reconoce porque parece que ni huyan. La poesía es el testimonio de la gratitud del camino.


26.10.24

Breviario de vidas excéntricas / 54 / Juan Alberto Pérez Fernández

 A Juan Alberto Pérez Fernández nunca se le oyó decir: me llamo Juan Alberto Pérez Fernández, nací en 1976 en Toledo, tengo cuatro hermanos, mis padres murieron no hace mucho, los mató el cáncer. Mi mujer me dejó por esa época. Ahora anda con un instructor de yoga al que saca veinte años. Compran comida para su perro en la tienda en la que yo compro comida para mi gato. Tengo un hijo, está metido en cosas que no entiendo, escucha música diábolica, no conoce a Beethoven, ni siquiera sabe quién es Joan Manuel Serrat, lee prensa deportiva, mira sin que se note mucho los culos de las mozas cuando pasan, me habla poco y a veces me habla mal. Suelo salir de paseo al campo, miro el ir y el venir de los pájaros y pienso, casi nunca llego a ninguna conclusión satisfactoria, luego cojo el coche y vuelvo a la ciudad, me paro en un estación de servicio, me tomó un café bien cargado y hojeo las revistas dominicales o el As. El As me dice que Cristiano Ronaldo está en baja forma, es un profesional como pocos, se cuida mucho y eso se nota en el campo. Yo no soy de cuidarme, hace mucho que ni me miro al espejo. En realidad, no me hace falta cuidarme, trabajo en una oficina, estoy sentado frente a un ordenador ocho horas al día, como en treinta minutos, el bar de comidas caseras es limpio y no es caro, tienen una buena cerveza de grifo. Allí conocí a Mónica, me habla con afecto, me mima en cierto sentido, cuando me sirve el postre me dice siempre algo que no tendría que decirme. Mónica es guapa y tuvo que ser muy guapa hace veinte año. He oído que está sola, que su pareja va y viene, que no tiene padres: murieron de cáncer también. Deberíamos vivir en un mundo sin enfermedades, le digo, pero no me escucha, hace falta algo más para que se fije en mí, debo tener una cara muy triste. Yo siempre tengo la cara triste. Juan Alberto Pérez Fernández, el triste, el que no tiene esposa, el que vive solo, no es mucho, la verdad. Ahora no me preocupa tanto, pero cuando Verónica se fue entré en una depresión severa, tomé pastillas, asistí a sesiones con un psicólogo amigo de mi cuñado, no comía, no adecentaba la casa, no cuidaba mi higiene, me llamaron la atención en la empres. Juan Alberto, hueles como un cochino, tómate mañana el día libre y ven el miércoles como Dios manda, te la juegas, no está la cosa para rollos depresivos, a todo el mundo le deja la mujer o el marido o se le mueren de cáncer los padres o se enamoran de la chica que le pone los postres en un bar de comidas caseras, son cosas que pasan, el mundo gira, el mundo siempre está girando, no nos mira ni a ti ni a mí, va a lo suyo, mueren reyes y nacen putas, llueve como si no lo hubiese hecho nunca y deja de llover como si no hubiese llovido jamás, Dios está arriba, vigilando a su manera, el cabrón vigila de pena,  no es atento con sus criaturas, debería vigilar su trabajo, deberíamos hacer un club de ateos, no como los que suele haber, el nuestro sería un club reivindicativo, ojalá Dios existiese y fuese bueno y nos librara de indeseables y de cazurros y de gente pendenciera, del cáncer y de las tristezas a la caída de la tarde. viviríamos de puta madre, Juan Alberto, tú no estarías hecho polvo por lo de Verónica, tu hijo no estaría por ahí, perdido, haciendo la revolución con el dinero de su padre, metido en temas raros, ya sabes qué digo con lo de temas raros,  no me mires mal, es que lo vi el otro día y tenía una pinta muy extraña, andaba con otros que no iban mejores, no sé en qué anda, pero yo debo contártelo, Juan Alberto, por los años de amistad, por los cafés que hemos tomado juntos, por eso es mejor que mañana no vengas, te quedas en casa, ordenas tu cabeza, arreglas el piso, limpias los platos, seguro que tienes la cocina hecha un desastre, compras un poco de fruta, déjate de platos precocinados, dañan tu alma también, mi mujer decía que los males del mundo los fabrican en la industria de los platos precocinados, ya ves, cuando mi mujer se fue con su hermana a un viaje a Santo Domingo y yo tuve que quedarme de Rodríguez viví todo eso que dices, me entró una depre severa, pastillitas, libros de autoayuda, pero no sabía qué hacer, no tenía nada en el frigorífico, le dije que no se preocupara, que se fuese y disfrutase, yo me apañaría en el comedor de la empresa, pero luego me arrepentí, es muy triste comer solo, en un bar, en un comedor de una empresa, te pregunta todo el mundo, qué te pasa, Andrés, por qué comes aquí, tú nunca comes en el bar de la empresa, y debes contarles que tu mujer y su hermana se han ido a Santo Domingo, ya sabes, te dicen que a qué han ido, que si los chorbos en el Caribe la tienen así de grande, todo es muy patético, triste y patético, lo mejor es quedarse en casa, no tener que escuchar a nadie, pones la televisión y ves las noticias, los muertos de los terremotos y los parados del gobierno, los goles de Cristiano Ronaldo y las últimas películas en todas esas plataformas que pagas a principio de mes, puedes dormir en el sillón, ya recogerás los platos, esta noche los recojo, esta noche seguro, pero los días van pasando y se va acumulando el trabajo que no has hecho, y un día volvió Ana María con su hermana, abrió la puerta y me vio con barba de una semana, oliendo a cochino, el piso era un desatino de restos de mi ruina, no te puedes ni imaginar, botellas de vodka, bolsas de doritos, latas de cerveza, Diógenes estaría contento conmigo, y ella me dio un ultimátum, dijo que se iba al Zara a comprar unos trapos, que en tres horas estaba de vuelta y quería verlo todo como los mismos chorros del oro, que no tenga que hacerlo yo todo, muestra un poco de interés, me tienes como a una esclava, así no funcionan las cosas, esto es lo que hay, eso dijo, así que dejó la maleta en la entrada y cogió el ascensor para bajar a la cochera, se montó en el BMW que todavía estamos pagando y tiró de Visa un poquito más, las mujeres son adorables, Juan Alberto, pero tienen esas cosas, mandan, mandan y mandan, no hay manera de que no manden, incluso cuando no mandan, cuando parecen que están atentas a nuestras cosas y se avienen a lo que decimos, están mandando, mandan sibilinamente, yo no las entiendo, pero tal vez debería empezar por entenderme a mí mismo, llevo años en ese trabajo y no he avanzado mucho, las mujeres son otra cosa, ellas tienen los dos pies en el suelo, son admirables, están mejor hechas que los hombres, deberían dedicarse a presidir todos los gobiernos del mundo, lo harían estupendamente, no habría guerras, todo sería una felicidad o podrían dedicarse a escribir novelas  y dar rienda suelta a esa manera de mandar, a los personajes se les manda bien, uno hace con ellos lo que quiere, los lleva a callejones oscuros, hace que los maten o que los hieran muy gravemente, si uno es bueno, todos los escritores son buenos en el fondo, no buscan el mal así como así, buscan un mal suavizado, el que admiten hacia sus adentros, leí una vez una novela en la que el autor mataba al protagonista en la segunda página, pero se tiraba las otras doscientas contando la historia del muerto, dónde nació, si la madre lo atormentaba, qué le hizo delinquir, cómo burlaba a la ley, en fin, tú ya sabes, bueno, creo que mañana no vienes, Juan Alberto, te tomas el día libre, vendrás mejor, no lo dudes, sé de lo que hablo, lo he hecho otras veces, sienta bien salirse de la rutina, hazme caso, llama a Mónica, la de los postres, dile que la invitas a un té en casa, antes de eso la limpias un poquito, que no sepa a la primera que eres un auténtico cerdo y vives en una pocilga, eso debe descubrirlo después de que te la hayas tirado, ya sabes, tienes que decirme si está buena Mónica, a mí me gustan entradas en carnes, con buenas ubres, que haya donde perder las manos, ay, Juan Alberto, vamos a dejar de hablar, que me estoy poniendo como un toro, lo dicho, nos vemos, tú hazme caso, los amigos estamos para estas cosas, cuídate, por favor, vuelve entero, te estamos esperando, yo tuve un amigo que me habló como yo ahora te hablo a ti, yo le escuchaba, sabía de lo que hablaba, hay que saber escuchar, ahora soy feliz, tengo el fútbol completo en 4K y miro las cosas de mis amigos de Facebook nada más poner el pie en el ingrato suelo, veo si han comido en la calle o si una puesta de sol les ha sorbido la cabeza y se creen poetas de la luz o si han imaginado que una ocurrencia ligera pueda pasar por un arrebato místico despachado en dos párrafos melifluos y refractarios a toda pulcritud ortográfica, pero lo que dice Andrés le entra a Juan Alberto por un oído y le sale por otro, como quien dice, hace que escucha, pone cara de interés, no es difícil eso, hasta ahí llega la atención y no hay nada que se le pueda decir que retire su desvalimiento, esa sensación de orfandad que te escala el pecho como una lagartija y acaba alojada en la lengua y más tarde desciende por la garganta hasta que el cuerpo se sabe perdido y abandona toda resistencia y se deja vencer por el silencio, por eso Juan Alberto habla cada vez menos. Hay días en que ni abre la boca, prefiere no declararse a favor ni en contra de nada. En todo caso, en ocasiones, si se le coge de buena gana, asiente o niega con un gesto breve que ejecuta con apreciable esfuerzo que podría confundirse con un acto reflejo o con un descuido del que probablemente se acabe arrepintiendo a poco que lo haga, da pena verlo tan echado abajo, hemos dicho los amigos. Uno de sus hermanos se esfuerza más que los otros, que no acuden por no tener ni voluntad de saber. Es el pobre en sí mismo un fantasma, aunque vaya al mercado y compre algo de verdura o leche y todavía sepa qué prendas debe sacar del armario si el día anuncia frío o el cielo vaticina agua. Yo mismo le he forzado a que deponga esa actitud huidiza suya. Le he dicho: Juan Alberto, recapacita, no te dejes llevar, cuenta con nosotros, cuenta conmigo, pero hace oídos sordos o es posible que ni siquiera oiga. Ayer mi mujer lo vio en un banco del parque a primera hora de la mañana, miraba con determinación una danza de pájaros entre los árboles. No estaba en el banco cuando ella lo cruzó de nuevo al regresar a casa, horas más tarde, ni había pájaros. Nadie sabe nunca nada. A veces damos con respuestas cortas que nos alivian de la incertidumbre; en otras, si nos acucia con más empeño la incertidumbre y se desea zanjarla, inventamos razones que justifiquen lo que no entendemos y nos sentamos en un banco de un parque para ver unos pájaros en el festejo dulce del aire, pero no siempre izamos el vuelo ni resolvemos renunciar a la dura verdad de la tierra. 

23.10.24

Ana Blandiana




 

Fe, luz, tiempo


  Hay gente que se muere sin haber oído la luz o sin haber tocado la tiniebla. De vivir se sabe poco, aunque consten las palabras y hasta se tenga registro fiable y hermoso de lo acontecido en ese trayecto que va del primer latido hasta el último. No hieren todas las horas y la última ejecuta desaprensivamente el desenlace: cada una cuenta, ninguna es irrelevante. Se festeja el aire por su elocuencia, se ama sin motivo el verdad de su recato de madre. Habría que tener a mano una especie de elucidario de la luz, un vademécum de su influjo, una brújula para cuando irrumpa la tiniebla. Queda el fulgor de lo etéreo, esa permanencia de la belleza. 

 Hay que tener fe en algo. Creo que es la palabra más hermosa del diccionario. A su secreto modo, contiene y explica a todas las demás. Hoy he pensado seriamente en ella. He tenido tiempo. La fe es la elocuencia del mismo tiempo. Hasta el amor se extrae de ella. También la belleza y la inteligencia. Se tiene fe a veces sin motivo. Dar con uno malogra su entera ocupación del corazón. Porque, por paradójico que parezca, la fe no tiene nada que ver con las palabras y, a la vez, no hay nada que tenga más que ver con ellas. La gente sin fe se duele más que quienes la esgrimen y protegen. Hay quien la tiene y no ha caído en la cuenta de lo mucho para lo que la usa. Importaría poco esa ignorancia. Lo que de verdad importa es su residencia en nuestra alma. Esa es otra palabra valiosa. Fe, alma, tiempo. Luz. Fe en la luz, 

20.10.24

De la mudanza del espíritu

 Al principio uno se desdice sin empeño, pero con prontitud adquiere destreza y se gusta en la impostura. Cree tercamente que hay que convenir un criterio y esgrimirlo con oficio y hondura, que carecer de él nos hará más débiles y no se nos acogerá en la reunión de los que opinan. Con malicioso embeleso se afana en ocasiones el ingenio en recusar lo que no acepta y sostener esa objeción sin verdadera fe, únicamente por el disfrute de la contienda. A veces conviene imponer una distancia, no acabar por sentir lo que se manifiesta y ejercer la discrepancia desapasionadamente, exento de las trabas del corazón, que incurre en debilidades y flaquea a poco que se le pone en una situación de riesgo. En la desavenencia se está bien, hay en su cuerpo combativo un heroico apresto de épica, un convencimiento sincero de que no importan los motivos de la liza, sino su desempeño fiable, la consecución de su propósito, pero el ocupado en estas cogitaciones de su intelecto ocioso acaba por cansarse, así que recula, se retracta, accede a desandar el fatigoso camino recorrido y decide refutar su discurso, inmolarse, verse en el otro, en quien aplicó sus impugnaciones. He conocido gente (la he visto con frecuencia, la he tratado incluso) que ha practicado esta reversibilidad de su juicio con absoluta brillantez. Sabida esa veleidosa inclinación moral o estética o intelectual, se les escucha con deleite. Se asemejan a esos actores que recitan un texto sin que se aprecie otra cosa que ese texto y el concurso preciso del vehículo que lo emite. Lo de menos es atribuirles una voluntad interior, una convicción íntima. Lo que propugnan es material por completo ajeno y es esa ausencia de propiedad el valladar más férreo del que valen para enarbolar sus principios.

Se le concede a Groucho Marx la autoría de la frase «Estos son mis principios; si no le gustan, tengo otros». El influjo de la cita es amplio. Su ironía ha sido desatendida y se ha leído con atroz literalidad. Lo de los principios (su rigor, su estancia) es en sí mismo un principio mudable.  Cabe aducir, en descargo de los que varían los suyos, que hay ocasiones en que podemos sentirnos urgidos a reconsiderar nuestras valoraciones y acoger con entusiasmo las contrarias, que de esa incuestionable vocación de permeabilidad y de retractación surgen las civilizaciones, que de los espíritus menos fanáticos emana la evolución del pensamiento y la consolidación de una convivencia armónica. Cabe hasta aplaudir que en alguien prospere el vivo reconocimiento de que ha errado y admite sin que duela la variación de su criterio. Yo mismo he mudado de parecer con frecuencia. Me acomodo bien en las novedades. Extraigo de ellas las motivaciones para arrimar a mi ánimo lo que más lo conforte o consuele. Hay, no obstante, consideraciones irrenunciables, modos de pensar o de sentir, inasequibles al desaliento, de las que no importa que no coincidan con las mayoritarias o que incluso las contravengan y exhiban alguna singularidad. Son precisamente esas las que hacen que uno medre en sí mismo, haga converger en su persona los primores de la existencia, no se sabrá cuáles habrá y si harán más daño que beneficio.

Es bueno sentirse como el habitante del maravilloso poema «De vita beata» de Jaime Gil de Biedma, confinado en su país inexistente (cito de cabeza), sin mucha hacienda y ninguna memoria, viviendo entre las ruinas de su inteligencia. De esa ruina hermosa del poeta, en algún pueblo junto al mar, como la desgraciada Annabel Lee del atormentado Poe, no hay nada en los ejecutores de esta mudanza de la opinión en estos tiempos que corren: no está el compromiso de probarse en ser otro, en asumir lo que en otro haya que difiera de lo propio. Tal vez esa facultad para apropiarse de lo ajeno revierta en la comprensión de lo distinto, se me ocurre. Al cabo, salvo que me desdiga, lo cual entra en la danza de las palabras, todo queda en un juego, en un bendito y maravilloso juego cuyo propósito es el juego mismo, no la rendición de un vencedor y un vencido. Mi espíritu es de quien lo abrace y lo haga sentir vivo. La cerrazón, esa disposición de la voluntad, es el nudo que no se deshace.

19.10.24

Un susurro en mitad de la noche













La ucronía
consiste en considerar acontecimientos fabulados como ciertos y fijarlos en una determinada línea del tiempo. Abraham Lincoln caza vampiros;  Hitler vive en un pueblo de la Bolivia profunda; El Cid es un elegante caballero del club Picwick. De esa ficción alternativa a la ficción predecible surge un género fascinante, una franquicia de género, uno de esos inventos de la mente ociosa que satisfacen el hambre de asombro. Se carece de pudor para copiar y pegar ideas, reciclar iconos y presumir de que lo importante no es la novedad, ese romántica idea que consiste en ser original y estar orgulloso por ello, sino la sutura, ese otro ejercicio que consiste en hurgar en las cosas y ver cómo casan juntas. A eso se le llama mash-up, en limpio inglés:, batiburrillo, en cristalino castellano. La parte canónica ha sido reemplazada por la conjetural, los personajes han sido desubicados en el tiempo o en el espacio y cobran un interés del que antes de la permuta carecían. La perplejidad que produce penetrar en un mundo victoriano lleno de zombis ( Orgullo y prejuicio y zombis, Seth Grahame-Smith, Umbriel, 2.010, pienso ahoraes el reclamo con el que los editores lanzan sus nuevas criaturas. Adoro "El hombre en el castillo", el mejor Dick haciendo revisión de la victoria de los aliados en la Segunda Guerra Mundial, pero en muchas ocasiones lo que sale de estas ucronías es una parodia que busca más lo impactante que lo serio. Las irreverencias funcionan bien hasta que descubres que no tienen nada dentro, salvo ese apremio por provocar que no prospera casi nunca y queda, más que nada, en breve fuego de artificio, en pompa de la que se sabe que acabará tragada por el aire. Sin embargo, hay una inclinación a dejarse llevar por todas esas ocurrencias ociosas. Fascina esa locuacidad de lo nuevo. A Darth Vader se le puede ajustar una indumentaria victoriana o steampunk o confiarle la encomienda de que deje el lado oscuro y haga una iglesia del lado oscuro o reducir su testosterona para que ese apaciguamiento de su carácter le convide a desempeños menos dramáticos o convencerle de que no se puede ir por la vida abominando de la paternidad. A alguien se le ocurrirá alguna de esas alternativas narrativas, hay gente con iniciativa ucrónica, escritores ajenos al trasegar rutinario de las cosas, alegremente afincados en la distorsión, en la grandilocuencia de la conjetura. Al asombro le convienen estas imposturas. Se relame cuando algo que no ha sucedido impone a la realidad la posibilidad de que realmente ocurriera y no se nos informara. Todas estas frivolidades contribuyen a que la imaginación se felicite y cuestionemos sin pudor el la gris manifestación de la historia. Se está mejor en la incertidumbre. De los incrédulos se extraen pocas enseñanzas: es más festivo el escepticismo. Anoche soñé, bendita ilusión, que Darth Vader me confiaba sus miedos. Me hablaba con un pudor infinito. Parecía un ser desvalido. Ni su voz era la protuberante que conocemos: era un hilillo, una brizna de voz, un susurro en mitad de la noche. Nada más despertarme, todavía era noche cerrada, he salido al patio de mi casa y he mirado el cielo. No he dado con naves de la República. Al tomar el café he creído escuchar la Marcha Imperial. Sigo conmocionado.



18.10.24

Cuatro seises


 Parece que mi blog cumple 6666 días en los que he hecho 4307 textos que han tenido 1.534.709 visitas. Son números que uno no atiende a diario, pero el el de hoy (los cuatro seises) me ha hecho una extraña ilusión. Creo que he sido disciplinado en mi desorden. También he sido libre. He escrito lo que me ha venido en gana. Lo que más valoro de esa constancia es la sensación de que en estos dieciocho años El espejo de los sueños ha sido una habitación con las ventanas abiertas o con la luz encendida, una casa feliz. Detrás de las estadísticas, que las rinden las máquinas sin que ni siquiera a veces se las pidamos, está mi amor absoluto a la escritura. También la creencia de que cuanto más escribo más me entiendo o menos me importa no entenderme en absoluto. Una de esas dos cosas. A los que entráis y leéis os digo buenas noches con un gracias grande.

17.10.24

Advocación primera


 Vastos y nocturnos, 
fieros y secretos, 
copulan invisibles jinetes 
en el temblor del aire 
y la luz fluye 
desde la respiración primera, 
leve pulso, signo animal, 
único testigo fiable del tiempo.


16.10.24

De lo que no se sabe



al tiempo le incumbe el vacío

su limbo sin sustancia

ahí en ese festín de lo solo

adquieren rango de flecha las horas

en ese espacio de clausura

donde está la primera 

sustancia de las cosas

sucede la luz consecutiva

sucede lo oscuro sin aristas

detrás está el cansancio

el cansancio con su ejército furioso

su discurso muy triste


no sabemos nunca

nada del tiempo

en cuál de sus arteras tramas

ofrece su piel más tosca

cuándo a capricho de su antojadizo soplo

va a importunarnos

si nos hará sentir flaqueza en el ánimo

si vendrán como veneno los días 

y los prodigios levantarán iglesias


ir así viviendo

sin otra certidumbre 

que la noticia de las horas

persiguiéndose sin otra servidumbre 

que la misma sombra

proyectada en el suelo

aun a pesar nuestro

como si fuese de otro y otro 

en la sombra la gobernase

13.10.24

No pienses

 


Primera instrucción: no pienses. Si desde que empiezas a tener tus propias ideas, alguien te las censura, vivirás más feliz. Que otros piensen por ti es el primer paso a que no tengas que pensar por nadie. Se puede vivir en esa asepsia idílica, en ese limbo puro. No pensar es un no-cáncer. La enfermedad es pensar. Si no tienes la voluntad de tener un criterio propio, sólo tienes que dejarte conformar por el criterio ajeno. Dependiendo de a cuál te arrimes serás más o menos feliz, pero puedes ser igualmente feliz si viras de uno a otro y coges de aquí a allá, sin permanecer más tiempo de la cuenta en ninguno. Hoy israelí; mañana, palestino. Ateo, creyente. Vale incluso que no te importe carecer de cierta personalidad, no es algo que importe más que un buen par de zapatos y una cama en la que dormir. La idea de que no pienses es la más golosa para ciertas autoridades. Quien piensa, los cuestiona. No van por ahí los tiros, no si los otros han urdido un plan y se obcequen en hacer que germine y sea duradera su aplicación. Disentir es un verbo prohibido. Discrepar no es un verbo conjugable. En esa plácida ignorancia la vida discurre con absoluta mansedumbre. De hecho, disentir no te hace medrar; bien al contrario, sólo perturba tu idilio con la realidad. No pensar es mejor que pensar en exceso. El hecho de que a todo le pongas objeciones hace que tú mismo seas una objeción. Esa marca no se borra. Está impregnada en todo lo que haces, llega antes de que tú mismo llegues, habla por ti, aunque tú no le des voz.

 El discrepante es un espécimen descarriado. Según el grado de disención, se te adjudica al grupo de los reinsertables o al de los perdidos irremisiblemente. Es seguro que habrá una taxonomía a la que pertenezcas. No hay nadie que actúe gregariamente, todos estamos adscritos a un gremio, el sistema se esmera en hacer estadísticas precisas de la comunidad a la que legisla. Tiene que haber un registro de cada pieza del puzle. El subversivo (he aquí el hallazgo semántico, la palabra rotunda y definitiva) es un apestado, no se le pone en contacto con los mantenidos a salvo de la pandemia. Las palabras se enredan y tornan oscuras las buenas ideas, lo dijeron en una canción. No pensar, ya está dicho, no tener responsabilidad en el negociado de la cosa pública, ni demasiado afán en la privada. Que la administren otros, que a mí me dejen en la limpia confección de mi rutina. Que nada importune mi plácida estancia en el mundo. Que la adversidad no se me acerque. Que padezcan los demás. Las demás instrucciones se coligen de la primera. Lo terrible es que hacen fácil no pensar. Creo que hoy he dicho en algún sitio que es más fácil callar que decir algo. He ahí la golosina. Una vez que se ha estado callado mucho tiempo cuesta incluso abrir la boca. Puede suceder que irrumpa alguna palabra inconveniente que malogre nuestro bienestar. Hay palabras que pueden echar abajo una vida entera de silencios. Se nos prefiere indiferentes. 


Todo lo que sucede alrededor nuestra (la televisión, los tiktoks, los instagrams y cualquier otra eclosión de una pantalla) está pensado para evitar que pienses tú. Ellos lo hacen por ti. Se complacen en su trabajo, se esmeran en vaciarte, en hacer que aburrirte sea la cosa más terrible del mundo. Han construido una sociedad hueca que no sanciona su oquedad, una civilización poco hecha a mirar hacia atrás y ver de dónde vino y cuánto costó llegar aquí, aunque algunas de las cosas que se ven hagan pensar que no se ha avanzado nada, que no se ha hecho nada, que no hemos aprovechado la luz de los grandes ideales o que no hemos sabido apreciar el bienestar (son estos los mejores tiempos, eso dicen) y nos abalanzamos de cabeza a la desgracia, que es a veces un olvido programado. El pulso del pensar, como escribía María Zambrano, requería de un sujeto en conflicto. El acto del pensamiento es el percutor de cualquier otro acto. Si se malogra su advenimiento, si se dan las circunstancias precisas para que se desacredite toda su vocación de fulgor y de atrevimiento, el hombre es un objeto entre los objetos, uno que no cuestionará su lugar en el mundo, que requerirá el pan y el circo y mantendrá el cerebro en standby. Razonar es descubrir la imposibilidad de que razonar salde las preguntas que continuamente nos hacemos, pero qué hermosa aventura la de aplicarnos en esa incertidumbre, qué vuelo más alto y qué limpio. Nos da todo igual porque preocuparse por algo exige un peaje que no se está dispuesto a pagar. No queremos: no sabemos. Querremos menos, acabaremos por ni siquiera considerar que algo malo nos suceda.


12.10.24

Un atlas del asombro

 





Algunas nubes hacen de su ocupación del aire una lanza o una catedral o un exhiben un gesto de gárgola. La de ayer, en su afán vertical, sancionaba al azul que la acogía, pugnaba por zafarse de algo que la arrimaría a la tierra, cuando ella es sustancia del cielo. Carecemos de intendencia para comprender a las nubes. La misma que se echa en falta al preguntarnos por el mar o por los árboles. Esa impericia es hermosa. Nos provee de asombro, nos faculta para desentendernos incluso de nuestra propia naturaleza, que es una lanza o una catedral o exhibe gesto de gárgola o se alza o se encoge según las circunstancias que la cercan y anhela la vastedad del cielo o la cercana rotundidad de la tierra.


11.10.24

Calendario

 

Los días precisan su obediencia, el acatamiento de su discurso, la anuencia de su herida.

Benditos los días

 



No sé qué se necesita para ser feliz. Ni siquiera poseo una idea leve, transportable, de fácil asiento en la cabeza. Todo lo que uno puede saber sobre la felicidad no suele servir para que otros la disfruten. La que yo siento escuchando Kind of blue, el antológico disco de Miles Davis, nunca lo he visto en el rostro de quienes han compartido conmigo la experiencia de meter el cedé en la bandeja y darle al play del reproductor, pero tampoco quiere eso decir mucho. De hecho hablo sin saber, apenas consciente de que los demás, a su secreto modo, viven la felicidad con la intensidad que yo a veces no percibo en ellos. Anoche vi a un hombre, en la esquina de mi calle, contemplar las evoluciones de un gato. Juro que le prestaba una atención máxima. Era un espectáculo el hombre de la esquina, un hombre mayor que suelo ver por las mañanas, cuando tiro la basura o me dirijo al trabajo. El gato no tendrá importancia alguna. Podía haber sido el vuelo de una golondrina o un muchacho dándole patadas a un balón. Hay quien siente el placer y no lo manifiesta, una especie de placer privado y compartimentado,  inaudible casi, como si lo reprimiese y, contenido adentro, lo disfrutara con mayor firmeza. Lo que me fascina de esta fotografía, cuyo autor desconozco, es la felicidad que transpira, toda esa rudimentaria evidencia de que podemos convivir en este mundo sin tener que hacer lo que hacen los otros, sin acabar ejecutando ceremonias ajenas, simplemente dejándose llevar por algún volunto inargumentable, imposible de vestir con palabras. No sabemos qué piensa el cerdo. Ojalá pudiéramos. De verdad que aprenderíamos algo. Ahora me retiro a mis cuarteles del sueño. Juro ahora que el día ha sido de una intensidad maravillosa. Los días, en ocasiones, nos abrazan tan animadamente que acaban por molernos. Benditos ellos. 

10.10.24

The river

 



Pudo haber sido una de esas canciones viriles y melancólicas de Bruce Springsteen de náufragos en la ciudad y novias de diecisiete años en asientos traseros de Cadillacs prestados, pero acabó siendo un estremecedor testimonio sobre la pérdida de la inocencia y el desencanto del porvenir. La escribió para su hermana y su cuñado, aunque la escribiera para cualquiera que sepa que tiene un lugar al que regresar cuando no tenga ningún lugar adonde ir. El río, que siempre es de Heráclito, dejaba en las orillas su manso inventario de prodigios cotidianos, su temblor íntimo, su sangre rota y nueva, su himno perfecto. A lo lejos parpadeaban las calles y Mary dijo que estaba embarazada. No hubo flores en la boda. Ni viaje a moteles junto al mar. Ni siquiera el novio llevó un buen traje. Al acabar la ceremonia fueron al rio a zambullirse, y el río, aunque seco y triste, todavía los llama, les invita a que aparquen el Cadillac y vean las estrellas de New Jersey por los cristales empañados en sudor. Bruce la canta como si no hubiese otra canción en el mundo. Como si las canciones empezasen y acabasen en ella. En una versión de uno de sus discos en directo la inicia con un largo parlamento que siempre me estremece al escucharlo. Nombra al padre, con el que, cuando joven, discutía continuamente y recuerda el festivo calor de los veranos y el duro frío en los inviernos. Hace memoria y trae a los que se fueron a la guerra y no volvieron y fija su alegría, la escasa que le dejasen, en una cabina a la que acudía cada noche para decirle a su amada la verdad de su corazón y el peso del deseo. Yo la escucho también como si fuese la primera vez. Hago que no sé, me fuerzo a no tener ningún recuerdo y así comienzo el día como si fuese el primer día.

9.10.24

Breviario de vidas excéntricas / 53 / Máquina 1

 Ralenticé mi metabolismo, llené de puertas cerradas mi estancia, abrigué la esperanza de que esas drásticas medidas harían más felices mis días en la tierra. Pensé que si vivía como si no viviese, yendo y viniendo por las cosas sin detenerme mucho en ninguna, no sufriría pesadillas ni tendría la conciencia enferma como la tengo. Consumir una energía mínima sin que las funciones vitales se deterioren y se colapse el sistema: tal era mi noble propósito. Eso fue lo que le dije a Máquina 2 antes de darle al botón del panel y empezar el proceso. La noche de antes, sentados frente al Gran Ordenador Central, el GOC, en adelante, me refirió la historia de otro de nuestra raza, Máquina 16, que traicionó los ideales con los que se nos educó y se hizo uno de ellos. Nada nuevo, le dije. Yo mismo he comenzado esa mudanza a hombre varias veces. No digo ya el aspecto, que en eso no se aprecia variación alguna, salvo algunos momentos en que nuestros ojos permanecen minutos enteros sin parpadear, sin que podamos hacer nada al respecto. Eran los sentimientos, la forma de abrazarse, el modo en que se dicen algunos palabras que a nuestro entender carecen de todo significado. El problema es ese, el significado. Hacemos las cosas sin entender bien para qué se hacen. Máquina 13 se enamoró de una terrestre y todavía lleva una doble vida en un dúplex a las afueras de Madrid. Le visitamos la Navidad pasada, le llevamos una botella de buen vino, le saludamos en la puerta, le dijimos que si iba todo bien, pero parpadeó más de lo deseable y no mostró interés en saber de Casa, en que le contáramos novedades sobre la familia que dejamos allí. Ahora soy feliz, ahora vivo como ellos, hasta me he metido en una cofradía del barrio, nos confesó en la puerta, sin invitarnos a pasar, temeroso quizá de que reveláramos su naturaleza. En cierto modo envidié su confort, su pijama con asteroides y la barba de tres días, el olor que provenía de la cocina. Tarta de queso, me dijo Máquina 2. Fue esa envidia la que me hizo mirar el Manual y buscar un modo de no sufrir más de lo necesario. Llevamos mucho tiempo en este planeta como para echarlo todo a perder por un acceso de sentimentalismo o de solidaridad, no sé. En Casa vigilan que no caigamos en la tristeza, en la melancolía, en ese estado cercano a la hibernación del que a veces no se sale. Hay por ahí compañeros que no son ni una cosa ni otra, ya me van entendiendo. Hablan como hombres, pero el corazón no es humano. Aman como hombres, pero el amor no es sincero. Si nos afectamos mucho de lo que vemos, acabaremos derrotados. Esa es la premisa de la que partió toda la expedición a la Tierra. No os involucréis demasiado, no miréis a los ojos de la gente, te dan miedo, siempre mienten. No salgas a la calle cuando hay gente, ¿y si no vuelves? ¿Y si te pierdes? Escóndete en el cuarto de los huéspedes. Los humanos tiene sobrecogedoras muestras de talento poético, aunque nosotros no demos casi nunca con el percutor que acciona el mecanismo de la sensibilidad

Ninguna recomendación es fiable, cualquier consideración sobre lo humano puede venirse abajo si te rozan en un descuido, si te buscan el lado tierno y lo encuentran y atacan por ahí hasta que te desarman. Son increíbles. Es una raza como no he visto otra en mis viajes, que no son pocos. Han debido sobrevivir porque el amor que se profesan es muy fuerte, aunque se odien y se destrocen a la menor oportunidad. Nosotros no tenemos esos comportamientos. No nos amamos. Desconocemos absolutamente el grado de fiabilidad emocional del amor. Nos vale un cierto afecto, que casi nunca llega lejos y, por supuesto, jamás deriva en amor. Tampoco nos odiamos. Desconocemos también el odio. Nos vale un cierto desapego, una especie de desafecto por otros congéneres que casi nunca (hay casos registrados, anomalías conductuales) fomenta el odio. Hemos sobrevivido porque no nos dejamos influenciar por la realidad que nos circunda. Vivir como si no viviésemos, yendo y viniendo por las cosas, sin detenernos mucho en nada, no sufriendo pesadillas, no teniendo jamás conciencia exacta de lo que nos rodea, disfrutando de un modo elemental, pero puro y muy ameno, de la vida, que es un concepto que compartimos con ellos. No nos emociona el olor de una tarta de queso, por decirlo de un modo prosaico. Nada, en realidad, nos emociona mucho. Pequeñas oleadas de emoción, dice Máquina 2. De alguna, bien analizada, podría deducirse que acabaremos como Máquina 13, que no es ni por asomo la deserción más notable de nuestras filas.

Máquina 23 se afilió a un partido político y hasta fue concejal de un municipio de menos de cinco mil habitantes. Llevaba la corporación de fiestas, creo. Máquina 43, uno de los más leales a la causa, se enamoró de una taxidermista que le intentó vender una urraca disecada. La tienen encima del televisor, en recuerdo del momento en que sus miradas se cruzaron. La suya, que dura más que la del resto, al no parpadear, fue interpretada como una evidencia manifiesta de amor sincero y directo. Siguen juntos. Tenemos un par de vigilantes que los tienen controlados. Por si se va de la lengua, por si revela nuestra situación y los planes que tenemos. No siendo violentos, no hacemos nada con la disidencia que evidencie saña o incluso venganza. Ese concepto nos es ajeno. No los acorralamos en un callejón oscuro y los molemos a palos. Eso lo hacen los humanos, que aman y odian a partes iguales y son capaces de dar la vida por los suyos y de arrebatársela, sin que en ninguna de esas circunstancias extraordinarias se entiendan las causas. Tienen incluso una especie de Dios, que murió por ellos y resucitó y les mira desde una lejanía inargumentable. Llenan los templos y se arrodillan para rezar. Nosotros no hablamos con nadie a quien no veamos, carecemos de ese fervor, no tenemos fe, pero escuché que un Máquina, el 67 puede ser, se hizo sacerdote y lleva una congregación de fieles en un departamento apartado del Perú, haciendo una labor evangélica. Imagino que no mostrará su singularidad, el lado alienígena, Porque es uno de ellos y es uno de los nuestros. Y no sé qué pensará Dios de todo esto que cuento, si es que lee mis palabras conforme las escribo. Quién sabe. Uno nunca sabe.
Yo soy Máquina 1, llegué el primero, me instalé solo, no importa cuándo, el tiempo no lo medimos con la misma tasa que ellos. Los demás vinieron sin prisa, no les entusiasmé con lo que fui contando. No entra el entusiasmo en nuestras emociones. Les pareció bien, sin más, me dijeron que vendrían. Por curiosidad, por entender, más que nada. Solemos vernos alrededor del GOC, que está bien custodiado, disimulado entre otros ordenadores, controlado por Máquina 29, uno de los más fiables de los nuestros. Carecemos de sentido del humor o lo tenemos poco acentuado, pero nos hace echar unas risas, nada escandalosas, si se me permite esa apreciación, no poseemos esa inocencia de los humanos, tan antigua, que no desaparece por muy lejos que lleguen cuando se ponen violentos. Y juro que se ponen. Dan miedo, ya lo he dicho. Un miedo que nos hace reconsiderar nuestra estancia en este planeta. Pero se vive bien, se deja uno llevar por la bonanza del clima. Nada comparado a los extremos de Casa, en donde el frío y el calor absoluto lo rigen todo. 

Madrid es una ciudad maravillosa. A Máquina 2 le gusta pasear por la Gran Vía y ver escaparates. Entra en bares. Tiene sus fijos. Saluda con afecto. Acude con frecuencia al Museo Del Prado o va al cine o los centros comerciales. No compra nada, aunque toma café y ha admitido que le encanta. Nos alimenta el GOC. Basta que miremos cierta pantalla durante un periodo muy corto de tiempo para aliviar el hambre o la sed. Las Máquinas desertoras deshabilitaron esa función nativa y han obligado al cuerpo a crear órganos como los de los humanos y he visto a algunos comer con fruición, beber escandalosamente y coger peso de un modo atroz. Máquina 11 fornica, pero desconozco si su materia genética es afín a la de ellos. Que yo sepa, no hay híbridos. Máquina 6 sostuvo en una reunión que ayuntarse con hembra humana es una actividad muy gratificante, pero no le prestamos atención, no quisimos escuchar su conferencia sobre el placer. Nos decimos Máquina porque no sabemos qué nombre usar en este planeta. Los nuestros sólo nos valen para comunicarnos con Casa y son impronunciables en ningún idioma terrestre. La fonética humana no es capaz de articular el sonido con el que nos reconocemos cuando nos llamamos. El español es sencillo. Los verbos cuestan un poco más, pero aprendimos rápido. Carecer de sentimientos nos hace tener una inteligencia muy práctica, muy precisa. Máquina 11 aprendió chino en un bar, en una hora, mientras uno de ellos le ofrecía un muestrario de películas porno.
Tenemos un trabajo remunerado por no desentonar mucho en el barrio, pero hay criaturas como yo que no han trabajado nunca, y tampoco eso desentona mucho. Está la cosa mal, hay mucha gente malviviendo, sin tener mucho que echarse a la boca, dicen en el supermercado en donde compro algunas cosas para aparentar que las consumo. Me encanta coger alimentos que no he probado nunca. Los escojo por el aspecto, por el color, por el olor que desprenden. Me he aficionado a la carne roja, que me parece muy hermosa. Me entusiasmo en el puesto de pescados y abro los ojos hasta que me duelen al ver esas piezas expuestas, esa crueldad sin castigo. Pensar que los humanos son así por dentro me produce una zozobra que no sabría explicar. Si yo comiese carne, me sentiría muy mal. Como si me comiese a uno de los míos, como si arrebatase una vida para no hacer que desfallezca la mía. Vivo en una casa muy austera. Tengo un televisor por cable y paso casi todo el día viendo cine. He descubierto que es un arte hermoso el de la cinematografía, como dicen ellos. Me gustan las películas de espías y las de ciencia-ficción. En algunas de esas, me divierte (en lo que yo puedo divertirme, claro) el modo en que imaginan a los de nuestra especie. Tienen cientos de películas que hablan de seres de otros mundos que vienen y les invaden. Las hay en blanco y negro, de poco espectáculo visual, pero muy imaginativas. Esas me parecen las mejores. Hay una en la que unas esporas provenientes del espacio exterior dan réplicas exactas de seres humanos a los que pretenden reemplazar por completo. Sobra decir que los humanos resultantes de esa duplicación carecen de un corazón sensible. No me he visto reflejado en ninguna. Lo nuestro es muy especial. Hemos venido, pero a veces pienso que siempre estuvimos aquí. Que los humanos son consecuencia de Máquinas desertoras. Que toda la especie humana es la evolución de una serie de criaturas como yo, que vinieron aquí hace miles de años, más tal vez, no tengo manera de comprobar todo esto que barrunto ahora, en mi habitación, contemplando el cielo desde mi ventana. El tiempo es una abstracción extraña. Por eso hay Máquinas que pasean la Gran Vía y ven escaparates o se enamoran (habría que definir ese concepto) de taxidermistas o llevan una doble vida en un dúplex que huele a tarta de queso. Como si una memoria antigua nos contara cosas que sabemos y que no admitimos del todo. O como si el humano tuviese una memoria también de cuando fue Máquina y llegó a esta Casa y agradeció el cielo azul y el bullir del aire en la tormenta y el aroma de las flores en primavera. Me estoy volviendo un sentimental. Pronto le daré al botón y me convertiré en uno de ellos. En el Manual no hay nada que confirme mis sospechas. Los humanos tienen teorías rocambolescas sobre el origen de su especie, pero la mía cobra fuerza a día que pasa. No la confiaré a nadie. La dejaré aquí. La guardaré en un archivo en la GOC. No dejaré que dejen de amarse y de matarse. Llevan así milenios para que un torpe invasor como yo les arruine la costumbre y les explique lo que no les conviene saber. Se vive bien en el misterio, se está bien en la ignorancia. Ya no hay vuelta atrás.

7.10.24

El corazón y el pulmón

 



 No saber qué hacer cuando no se escribe, no tener paliativo, no aducir cansancio, ni siquiera colar la idea de que la musa se ha fugado o que de cuando en cuando conviene un receso, un armisticio, un hoy soy ágrafo, una especie de vacaciones de uno mismo, que es escritor enfermizamente y a todo le adjudica una conjetura de texto y que se cree roto o huérfano o triste o tal vez esas tres cosas a la vez cuando pasa un día y no da con una frase desde la que armar otra y otra hasta que ese texto irrumpa en lo real, se imponga, haga de la nada un cuerpo, si es que lo hace y el cuerpo se vale solo y no es suyo. Hay algunos textos que salen si se les llama: están en la cabeza y la abandonan cuando no se  espera. Un escritor es alguien que se plagia a sí mismo. Tengo un amigo que escribe y tiene periodos de infertilidad, como casi todos los que escribimos. Cuando le sobreviene la pájara, M. nada o corre o monta en bicicleta o pasea. Escucha clásica o ve series de espías en la tele o lee atemorizado de que lo leído haga resurgir al escritor y se acabe la feliz estancia en la pereza. Mi cuerpo no nada ni corre ni monta en bicicleta. A lo sumo, pasea o va martes y jueves al gimnasio a descubrir la orfandad de los músculos. El hecho de pasear o de levantar pesas o de ver series de espías es un preámbulo de la escritura. Uno va anotando cosas que dan para empezar algo. Al principio es una frase. Puede estar hasta enteramente armada o tan sólo insinuar un comienzo, un lugar desde donde partir. Lo que derrota cualquier posible prestigio de caminar es que una circunstancia insólita (o una familiar que no se ha visto en detalle) tenga la facultad de interrumpirlo. Creo no haber caminado jamás movido únicamente por la voluntad de desplazarme. Todos los movimientos suceden antes en la cabeza: el cuerpo es un actor secundario. Toda la memoria es una formulación de esa idea de lo estático. A veces refrenda lo que gesta la imaginación, pero no es fiable nunca. Hay países en los que he estado sin haber puesto un pie en ellos. Pero sigue la escritura. Ocupa lo que la realidad en ocasiones no consigue. Por oír la luz la boca estraga su latido. Por reparar el dolor el corazón se desoye. Una sinestesia orgánica. Una alquimia. A M. anoche se le ocurrió no escribir y leer más: un Borges convencido. Tal vez lleve razón. Que escribir no sea algo de lo que pueda uno jactarse. Que probablemente acabe cobrando algún peaje. Que no tenga otra utilidad que la de distraerse, no la de entender ni la de guiar, sino la de entenderse o guiarse. Esa pequeña contribución a la felicidad. Pero escribir es un pulmón que continuamente se ocupa y se desocupa de aire. Un corazón que da a la sangre el sublime recado de ser únicamente sangre. A Bukowski le pasaba que si se tiraba una semana sin escribir enfermaba. "No puedo caminar, me mareo. Me tumbo en la cama y vomito. Me levanto por las mañanas con arcadas, necesito escribir. Si me cortaras las manos, escribiría con los pies". Era su mala vida, ese rango de perdedor sublimado, el que lo impulsaba a hacer algo que lo reconciliara con la belleza o con la franqueza o con cualquier consideración moral que lo extrajera de la sencilla rutina de vivir y arrimara algo más hondo, quién sabrá qué cosa será la arrimada y qué es la hondura. "La creación es un don y una enfermedad". Se escribe porque no queda otra, se vale el escritor de esa ocurrencia paradójica porque tal vez no sepa hacer otra cosa o, si es de verdad severa la enfermedad, crea que escribiendo podrá sanarse. Y empieza el lunes y vamos a ver qué escribimos hoy. 

Las cuentas del poeta

Un hombre abre con desmesura sus ojos hasta que arde. El fuego ocupa la tarde que bulle como un beso novicio. Este desnudo en mitad de un su...