Tal vez los de Bette Davis, que Kim Carnes retrató en una áspera canción pop con su voz aguardientosa. O los ojos del vampiro de Murnau, que sólo caben en un cenagosa balada de Tom Waits. El cine ha fascinado siempre por su capacidad de insinuación. Los ojos insinúan, invitan, conceden plazos interminables que luego, como en un cuento de Kafka, no se cumplen jamás. Los ojos arrebatan corazones y escriben versos de amor sin un verbo copulativo. Ojos tristes. Ojos de gata en celo que Lauren Bacall encerró en el corazón ebrio de whisky de Humphrey Bogart. Ojos que delatan pasiones y firman armisticios. Yo recuerdo los ojos del Coronel Kurtz en el infierno, que era una historia fascinante de Joseph Conrad y una película hipnótica y magistral de un iluminado Francis Ford Coppola. Marlon Brando miraba muy bien: le bastaba eso, mirar, para decir lo que otros sólo podrían mascullar con el aplomo de un libreto y una retahíla infame de frases. Quizá los buenos actores lo son porque omiten el lenguaje verbal y expresan su tormento o su júbilo parpadeando, entreabriendo los ojos o dejándolos flotar, como la espuma leve de un día de amor a orillas del mar, hacia ninguna parte. El cine es la vida o es al revés. Por eso hay gente que jamás - ellos se lo pierden - ha leído un libro, pero han visto (al menos) una película. Y esos espectadores casuales, esos inquilinos del azar que sentaron su culo dos horas para ver cómo una historia ajena se convertía en la propia, recuerdan después miradas, ojos. Dicen que Scarlett Johansson tiene una mirada limpia, aunque le miren sin disimulo el culo y los labios. Dicen que Monica Vitti tiene la mirada perdida y que por eso confunde a los hombres, que se extravían dentro. Lo dicen como en un juego, repitiendo palabras que creen haber oído antes, pero están haciendo una reseña oral, literatura de cine, a pie de calle, mientras pasean de vuelta a casa y no pueden evitar recordar los ojos de Monica Vitti en El eclipse o en El desierto rojo. Dicen que Ann Taylor-Joy tiene la mirada de patito feo, pero es hermosa y no es posible evitar sus ojos si los tienes enfrente. Puedes mirar hacia otro lado, pero te hará jaque mate en tres movimientos. Es parte del juego. Ojos turbios de mirar pájaros que Burt Lancaster convertía en ojos sinceros de mimar la vida en El hombre de Alcatraz. Ojos de Ava Gardner en la Quinta Avenida, ojos verdes de animal lúbrico. Los ojos azules de Frank Sinatra en Las Vegas diciendo que somos extraños en la noche. Ojos de Woody Allen, que es tanto como decir los ojos menos agraciados de la historia del cine. Ojos a salvo de la ortodoxia: Marty Feldman. Ojos convertidos en túneles que unen dos mundos: el real y el fantástico. El cine es ese túnel formidable. Los ojos son el instrumento y miran y son vistos: en idéntica medida. Ahora mismo estoy pensando en los ojos de Peter Lorre, que también ocupaban un verso (al menos) en Year of the cat, la canción perfecta (Al Stewart) Esos ojos son los que deberían figurar en cualquier antología del tema. Ellos acompañan al curioso lector hasta alguna película en donde nos asediaron, intimidaron, enamoraron... Yo he tenido siempre esa manía de mirar los ojos de la gente: no me dan miedo, no mienten. No me escondo el cuarto de los huéspedes. Salgo a la calle. Me valdrán esta noche Peter Lorre y Fritz Lang. Veré M., el vampiro de Düsseldorf doce años más tarde. Quizá más. Mi amigo Ramón es posible que también. Los suyos eran de buey entonces.
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