Antigua estación de tren de Lucena
(Las fotografías son gentileza de Pedro del Espino)
El tren es siempre sentimental. No contribuye a esa consideración que lo cojamos o no o que ninguna historia sucedida en él nos haya marcado más o menos nuestra vida. El hecho sencillo de verlo en la distancia hace que lo miremos con la ternura que no dispensamos a casi ninguna otra cosa que se mueva a lo lejos o incluso que discurra cerca nuestra. Hacen los trenes pensar en la posibilidad de salir de donde se esté y, arrimada a ella, la de llegar a un sitio del que no se sepa nada. Es el espíritu mismo de la aventura y también, por más que parezca novelesco, el del riesgo y el de la intriga. El tren es la magia de la niñez. Cuando un adulto entra en un tren se convierte en un niño. Es indiscutible que el tiempo que sucede dentro del tren no es equiparable al que transcurre afuera. En esencia, un tren es un universo desgajado del universo, un pequeño estado independiente. Tampoco la vida interior de los trenes guarda parecido con la externa, si es que podemos deslindar ambas. No somos los mismos. Tal vez la velocidad cause ese extravío de las emociones y nos fuerce a conversar con desconocidos. Ese es otro viaje: el que va de mi realidad a la del improvisado pasajero que se ha sentado cerca y con el que entablo una charla improvisada. Saber que quizá no volveremos a tropezarnos con él o que no habrá ocasión en la que retomemos la conversación produce la extraordinaria impresión de que es alguien con quien podemos sincerarnos, revelar lo que de nosotros no solemos airear. Al fin y al cabo, ¿a quién se lo podría contar? Imaginen uno de esos compartimentos de cuatro asientos de los que se estilaban antes o la disposición en la que esos asientos estaban unos frente a otros, y no alineados hacia adelante. Traten de pensar en cómo era viajar en tren entonces y en qué se ha convertido hoy en día. No es que el tren haya perdido su aureola heroica, como de animal sacrificado que avanza a ciegas, como si el tiempo estuviese a punto de agotarse. Somos nosotros los que hemos cambiado. No nos interesa compartir el viaje con nadie. La vida de ahora es veloz. La lentitud no está prestigiada. Más que viajar, lo que deseamos es llegar. No queremos que el viaje sea largo, no nos interesa el trayecto, sino el sobrevalorado destino. Ni las estaciones nos llaman la atención como antaño, cuando eran lugares de fugas y de reencuentros, de repentinas promesas y de previstos fracasos.
Amo las viejas fotografías de estaciones de tren. Me hacen pensar en un mundo que ya no existe, lo cual me impulsa a pensar en que este mundo en el que ahora estamos tampoco existirá. La idea del tiempo es fascinante siempre, pero hay imágenes de una elocuencia tan devastadora que se amarran a la memoria y se recrea uno infatigablemente en ellas, observándolas con detenido embeleso, tratando de apresarlas y cancelar la injerencia del olvido. Mi recuerdo de esas estaciones es borroso, pero hay escenas que permanecen, a pesar de que las haya fragmentado la distancia con la que los recuerdos a veces se presentan. Es el aura de la máquina al emitir su aviso estridente. La música de su presencia pulsa alguna cuerda de nuestro aburrido corazón y lo hace brincar. Da igual que no funcionen ya las líneas a vapor, ni la menos romántica propulsión por diésel. Incluso la cereza de que es electricidad lo que los mueve no varía la inconmovible ventaja de acercarse a ellos y de confiarles la empresa de hacer que viajemos o de que los de afuera lo usen y convengan visitarnos. Evocar el tren es traer la infancia, el testimonio en ocasiones frágil de un tiempo en el que podía ocurrir cualquier cosa. Cinematográficamente, el tren es un universo en sí mismo. En él se han firmado armisticios, se han perpetrado crímenes, se ha reconciliado amantes, se han escrito cartas de amor o se han cerrado pingües negocios. Tal vez su misma etimología (del francés train, que viene a ser trajinar) evidencie su carácter pletórico de vida. Creo haber sentido esa vida cuando los he usado. No desaparece una vez que ha concluido el viaje. Perdura. Nos hace agradecer que hayamos podido dispensarnos ese placer.
La vieja estación de Lucena no es ni sombra de lo que fue. Cuando RENFE la clausuró, se le dio un uso turístico y de ocio. Ahora de cuando en cuando la ocupan los niños en actividades organizadas desde el ayuntamiento y no hay evidencia de que en un tiempo ese edificio fuese una especie de ventana desde donde era posible asomarse y ver el mundo o que ese mundo se asomara y contemplase el pueblo al que servía. La línea llevaba pasajeros de Linares a Puente Genil. No la vi operativa. Se cerró en 1984 tras casi cien años de uso. Leo que el Sindicato Nacional del Olivo la habilitó para gestionar el negocio del aceite a mediados de los cuarenta. Una vez suspendido el servicio de mercancías y transporte de pasajeros, la estación (una de tantas, no es especialmente hermosa, no es distinta a otras con el mismo desempeño) se convirtió en lo que suelen los edificios cuando pierden la función que se les encomendó: recordatorios del pasado, evidencias de un tiempo que sucumbió a las exigencias de la modernidad o a los imperativos de la economía, que es el fin fundamental de su fundación, al fin y al cabo. En lo que a mí respecta, la he usado durante algunos años como una especie de refugio sentimental. Teniendo que pasar casi a diario por ella, acostumbraba a sentarme en una de sus bancos (no los mismo que entonces, nada es lo mismo que entonces) y obligaba al tiempo a detenerse. No es fácil, hace falta voluntad e imagino que también destreza. Tenía de ambas. Allí consideraba a conciencia lo que en otro lugar no alcanzaba. Echaba mi cigarrito, leía sin prisa, escribía con el ardor habitual o me quedaba sin hacer nada, que es tarea de desempeño más agotador, tal vez porque no nos educaron para esa relajación de los sentidos. Cualquier día daré un paseo (no está excesivamente lejos de casa) y la visitaré de nuevo. Pensaré en lo que ha ido quedando por el camino (tantas cosas, alguna tan dolorosa) y en lo que falta por hacer y me sentiré (en lo que pueda) hospitalario conmigo mismo.
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