El desconsuelo duele más que la tristeza, hace más daño, llega más adentro. Es el no tener con qué aliviarse lo que de verdad hiere. En su padecimiento, se tiene la sensación de que no podremos zafarnos de él o que no habrá voluntad con la que apartarlo. Así de ponzoñoso es. Son estos tiempos favorables a que se expanda y acomode o a que sea costumbre su presencia e incluso no sorprenda que abunde. Hay mucho desconsolado por ahí. Se ven andar por las calles, conducen su desvarío con la dignidad de la que disponen. Por encima de la mascarilla se percibe el desconsuelo en el vagar turbio de los ojos. El hecho de que se nos haya pedido que nos embocemos hace que todo parezca afantasmarse un poco, adquirir esa condición de fingimiento o de recelo o de anonimato, quizá las tres en obstinada comunión. No es que haya triunfado la tristeza (apropiándose de todo con mansedumbre y oficio) sino que nos hemos hecho a su presencia y ha enfermado el deseo de retirarla. Se percibe con claridad en los niños. Lo veo con diaria frecuencia. Siguen a lo suyo, hacen lo que saben y han practicado desde antiguo, pero el juego es más cauteloso y el entusiasmo ha decaído. Son mayores, han crecido de golpe, les hemos arrebatado una porción hasta ahora irrenunciable de su aprendizaje en la asignatura de la vida. Ese hurto, puesto que no hay violencia visible, es también dañino y llega adentro, quién sabe hasta dónde o hasta cuándo. Crecerán con una impronta indeleble que acabará cobrando su pequeña o gran tasa, según como se gestione su implante y su dominio. Habrá quien levante cabeza y salga robustecido y quien no logre sacar nada provechoso de esta pandemia cruel y ya demasiado larga. La paradoja consiste en que algunos de esos niños han desarrollado competencias que no les incumbían, a las que accederían más tarde y que ahora, a consecuencia de la debacle social y sanitaria, les ha pillado de golpe y los ha succionado como un agujero negro doméstico y cruel. En los juegos se crea una especie de tímido sucedáneo de lo observado afuera. Las restricciones sobrevenidas son en ellos asunto serio al que conceden el respeto del que en muchas ocasiones carecemos los adultos. Se cubren la cara con una normalidad que asombra. No exhiben quebranto, acatan sin aducir razones para contravenir lo que se les impone. La escuela es siempre una representación de la vida: más ahora. Ignoro qué pueden enseñarnos, cómo extraer una enseñanza útil e inmediata de esa obediencia ciega que a diario observamos los mayores. Tampoco sé en qué momento se malea esa observancia estricta de las normas, cuándo tiran al monte conocido de la rebeldía. Todo tiene su predicamento lúdico e inocente. Es eso: la inocencia. Ella será la que nos salve. El desconsuelo vendrá más tarde. La tristeza. El cobro de la factura que les estamos haciendo pagar.
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1 comentario:
Olá, bom dia! Passando para te desejar saúde, paz, e muita alegria!
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