Tríptico del juicio de Viena (1482). El juicio final: tabla central / Ilustración - Ramón Besonías
I
A todo se le impone tasa y beneficio. Hasta el mal, cuando acude, exhibe su frágil asiento en el mundo y permite que irrumpa la bondad como un arrimo de luz tras la ocupación de las sombras. Todo es un paradójico bucle. Se va y se viene sin que ninguna de esas dos estancias marque un territorio fiable y duradero. Estamos a expensas del prolijo azar. Hasta confinados tenemos el antiguo temor a nosotros mismos. Más si cabe. Es el peso de la filosofía, que nos hace líricos en la desgracia. Es la herida de la conciencia, que nos infelices en la dicha.
II
No hay dos días iguales y todos los días igual. Es de Rosendo, cuando Leño. Hay veces en que el cancionero más áspero, el del rock urbano más ochentero, da con una frase antológica y te la mete en una melodía tosca. Batería sin alardes. Guitarra operativa. Bajo respondón. Se puede hacer un evangelio profano con algunas de esas letras. El fondo es indiscutible. Lo firme Rosendo o Bergson: el tiempo es la sustancia de la que estamos hechos. Hay un temor ancestral del que no hemos sabido desembarazarnos. Ser nada más que tiempo, debe ser eso. Tal vez sea barata bisutería, como dejó escrito Machado. Darle vueltas a lo que no nos hace avanzar es costumbre y se le da empleo. Todo sigue igual, pero nada es lo mismo. Todo ha cambiado, pero sigue igual. A pesar de todo lo que se nos ha venido encima, seguimos haciendo las mismas cosas y seguimos tropezando en los mismos sitios. Quizá ahora no tan frívolamente. Parece que acucia cierta necesidad de que nos aclaremos y saquemos algo en claro de esta enfermo transcurrir.
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