En las nubes, en su coreografía sin dueño, en su secreta ocupación del aire, perdura un secreto ancestral que ni siquiera la poesía ha podido registrar. Al tiempo le incumbe la respuesta, pero no sabemos con qué escudriñar las voces que lo acercan, la memoria que lo preserva del fuego y del silencio. Qué hermosa su lección de hondura, con qué pasmosa elocuencia ofrece su canción antigua, la de la bruma con su delicada blonda de tiniebla. Todo se sustenta en la mirada. La noche es fugaz, la luna es un misterio. Cruje la vida abajo suya, se extiende como una urdimbre hecha de niebla y de sueño. Con la pesadumbre que azuza el viento, observo el paisaje y lo aspiro con la incertidumbre de quien está perdido o con la convicción de quien acepta su desolación. Creemos tener un dios al que confiar el musgo y el óxido, la enfermedad de las palabras, la osadía de las horas, pero no escuchamos su susurro, no sentimos su abrazo sagrado. Es la velocidad la que nos impide entender las palabras. Están en las nubes, están en la oscura ofrenda del invierno, están en las formas que las nubes trenzan en el aire negro del invierno recién alumbrado. Una luz da la noticia de que la vida sucede con su vigor. La persiana está subida y alguien se aplica en el oficio de la costumbre. Podría haber empezado a llover. Una quietud lo invade todo. Es la calma que antecede a una calma mayor. Así la luz irrumpe, así el alma se busca entre las almas y brota como un caudal de milagros. La luna es un prodigio. No sabemos contar nada suyo. Por más que la hayamos mirado durante la fatiga de los siglos, no hemos encontrado las palabras que la confinen en un lugar a salvo del tiempo. Nos fascina su encendido eco. Es nuestra y la acunamos en el corazón como a un hijo. Cuando conciliemos el sueño, nos abrasará su hechizo. Sueño que arde, luz que se emancipa de su escondido cobijo. Hay un desorden espléndido. Fulgura su apresto de música dulcísima. Ensordecidos de misterio, heridos de lejanía, como dijo el poeta.
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