a José Luis Trullo, a Erasmo de Rotterdam, humanistas los dos
Sale uno a la calle con el temor de que volverá siendo otro, pero esa desfallecimiento del espíritu no es nuevo, tiene su predicamento y, a poco que se piense, la conclusión acude con prontitud: somos otro continuamente, hay una mudanza obstinada e inevitable, ella es la que nos conforma y nos describe. De cuantas palabras han ocupado el nuevo léxico diario, se le ha dado escaso aprecio a precaverse. Es un verbo adecuado, contiene la medida exacta del miedo y de la esperanza. Nos precavemos ante la inminencia de la tragedia, hacemos esa trinchera espiritual, que empieza con un contingente profiláctico. La mascarilla y los guantes son la nueva indumentaria. Podemos ir en pelota picada (me encanta esa expresión, es burda y es excesiva, hasta hilarante, pero adecuada), pero no debemos prescindir de esas nuevas prendas de uso. Caso de que cometamos la imprudencia de desestimar su beneficio, contribuiremos al perjuicio propio y, mucho más grave, constitutivo de delito, también ajeno. La pandemia nos ha obligado a pensar en los demás: los teníamos abandonado, todo era un continuo relato de yo, un excesivo cuidado de la primera persona, pero está la segunda y la tercera. Tú, él, ella. Si desatendemos al prójimo, nada nuevo, por cierto, estamos favoreciendo que no se cuente con nosotros. Que desaparezcamos del mapa de los afectos. Que nuestra presencia sea una cosa prescindible. Que toda esa sociedad del bienestar que fatigosamente hemos ido construyendo se desvanezca y tengamos que levantar todo nuevamente. Será penoso empezar de cero. No tenemos experiencia. Han sido años de trabajo consensuado como para echarlo todo por la borda (el mar es tierra, la tierra es mar) y tener que acometer la penosísima empresa de comenzar otra vez. No habrá desmayo en ese recado repetido, el de izar lo caído, pero qué triste. No era mala la sociedad que hemos abandonado. Se echa en falta, una vez vista la árida y fría que ha permanecido, la cálida costumbre de los abrazos. Es una conversación repetida, no sé a qué traerla, viene sola, no tiene uno brida para que ese corcel (el de los sentimientos) no se ponga levantisco y levante la testuz y brinque en la cabeza. El caballo enjaulado. La luz de los besos. La hermosa elocuencia de la vida. A veces, en el trajín de la espera, pues la vida acude a trompicones, no irrumpe como querríamos, hay noticias que alegran, cosas que provocan la ilusión de que la belleza y la inteligencia no han enfermado, ni siquiera se han deteriorado: siguen indemnes, están expuestas, convidadas a que se las invite a casa.
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