19.6.20
Bosquianadas II / El jardín de las delicias
En ciertas ocasiones, por hacer las cosas bien, se hacen sin pensar. Caso de que les diéramos el arrimo de la razón, probablemente no las haríamos. Cae uno en la sencilla cuenta de que algo dentro de ellas no cuadra, se escapa a la gobernanza de nuestro criterio, huelen peor que Dinamarca en los dramas de Shakespeare. Viene esto a propósito de la parte B, siendo el profesorado la A, en el contrato de la educación que con tácito consenso firmamos cuando el Buen Señor nos conminó a confinarnos y apartar nuestro oficio de sus escenarios habituales, asunto al que no se le debe dar ahora más importancia, ya se la dimos en su tiempo, estamos todos más que al tanto de las vestimentas de la extrañeza y de cómo se las gasta cuando abrimos la puerta y dejamos que invada nuestra casa. B es el discente, vocablo que siempre me sugirió un componente químico, una especie de vertido que emulsiona con otros y precipita la eclosión de un cuerpo nuevo. B es la incógnita de la ecuación diofántica (otro vocablo que me inspira cosas ajenas a su estructura profunda: en este caso veo ninfas en un bosque danzando al compás de una melodía tañida dulcemente por laúdes y liras). Hemos hablado tanto de A que no sabemos qué hacer con B. Ellos son los damnificados, no nosotros, los maestros. B es el que no tenía recursos. B es el que, teniéndolos, carecía de soltura para implementarlos. B es el delicado centro de todo este pandemónium en el que llevamos para tres meses. Habría que darles más tarde voz para que alivien su carga moral, esperemos que intelectual también. Dirán: no se nos consultó, no hubo nadie que nos instruyera, se daba por sentado que sabríamos. De hecho, en más de una ocasión, este cronista de sus incertidumbres ha constatado la pericia de sus alumnos cuando, ah vertiginoso Maelström (pobre Poe, qué solo debió sentirse), los arrojamos al proceloso océano de las tecnologías y les dijimos: ahí tenéis, no digáis que no mola. Pero mola poco o no mola nada. No ha habido regocijo, ni siquiera una brizna aunque sea diminuta de satisfacción por el trabajo hecho: no lo hay cuando el material rendido es frío, no es cálido al tacto, no huele, no tiene sudor, ni habría posibilidad de que el calor lo acariciase. Echen de menos ir a clase, están más que hartos de trabajos de una asepsia quirúrgica, tienen aversión al móvil, quién hubiera dicho eso. Hemos quedado en imágenes fluctuantes en una pantalla que continuamente muta. Hoy mismo he estado más tiempo del que hubiese deseado en aprender los manejos de un programa que usaré el lunes y del que (espero) no volveré a saber nada en el ancho y ampuloso trayecto de mi (ojalá) larga y dichosa existencia. Como no es costumbre en lo que escribo el uso de palabras malsonantes (coño, hostia, joder, mierda, en ese plan escatológico), no abriré hoy la veda, pero (como dijo Pascual Duarte) ganas no me faltan. No hay tal jardín de las delicias. Ni flores ni júbilos. Cerraremos el cuaderno de campaña en breves días. Lo alojaremos en un confín de nuestra memoria. Ahí te pudras. B lo meterá más adentro, ánimo les doy. Espero que alguna pequeña enseñanza haya pervivido. Todo lo que saquemos de este acceso al infierno (tampoco nos pongamos excesivamente sancionadores) podrá ser usado en la hipótesis de que el bicho de marras (me estoy conteniendo, con qué mansedumbre me alivio) vuelva a sus andadas y tengamos que instalar nuevos programas y aprender a usarlas. Yo lo que quiero es trabajar como siempre lo he hecho. Ya, ya lo sé. Ni yo ni nadie. Echo de menos la clase, estoy francamente agotado. Qué bonitos los adverbios cuando se colocan en su lugar idóneo.
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