Ave rapaz coronado con caldero y sentado sobre retreteEl jardín de las delicias (1500-1505)El infierno: postigo derecho
La cultura no es una actividad de tiempo libre, sino la actividad que nos hace libres. No sé dónde leí la frase. Era así o de parecida manera, es cosa de buscar, Google lo sabe todo. Es la palabra que eché en falta de entre las muchas que ocupan la ilustración. Quizá no había dónde alojarla, en qué hueco hacer que se ajustara. Se la da por presente, pero es casi siempre la escamoteada. Es a lo que aspiramos y, al tiempo, es de lo que más nos alejamos. Tener cultura no tiene el predicamento de antaño. Se puede prescindir de ella para manejarse por el mundo y hasta medrar en él. Es el medro el que manda, el bienestar económico, el festín democrático del mercado. Cosas que no son nuevas, a poco que se piensan: vienen de antiguo, están muy vistas y, por tanto, ya no asombran. No aceptándose, cómo hacerlo, se hace uno a ellas, qué remedio. La Política Educativa no mima la Cultura, alardea de que importa, pero no entra en ningún plan, no sucede eso nunca. Es que muy abstracta la Cultura, dirán. Hacen que suene mucho el poeta del que hace doscientos años que ha muerto o el pintor cuyo centenario está al caer, pero ese interés se desvanece más tarde, no cunde, tiene como fin abastecer un protocolo, dar entrada a un deseo de apariencia, como el que entra en una biblioteca a ver cómo los demás leen, sin que esa voluntad obligue a que extraiga un libro de una balda, se acomode en una silla y lo abra. Es la cultura del simulacro, la de la impostura, la que se labra un porvenir que únicamente repite un rito carente de significado, formulado para declarar una evidencia y hasta para amplificarla, pero no para hocicar en ella y empaparse con ella. Todo lo enturbia la burocracia, en todo surge ese monstruo invisible. Calzar política con educación es una disciplina que requiere un cuidado que no siempre se detecta, se confía a veces a los que no han pisado una escuela, autoridades que desconocen las costuras de ese traje que se les encomienda confeccionar. Salen leyes que no tienen nada que ver con el ejercicio de la docencia, sino con su logística, con su desempeño registral. Nos sentimos con insoportable frecuencia oficinistas, cuando no es ese el cometido que se nos encomendó. Nos sentimos con repetida reiteración consignatarios, escribas ciegos de un documento infinito que, las más de las veces, carece de interés, no suscita consenso, ni persigue eficacia. Se nos financia a ciegas, adjudicando partidas monetarias que no siempre coinciden con necesidad reales, las que detectamos a ras de aula. Se confía a la tecnología el arreglo de los rotos del sistema, lo cual no está ni bien ni mal: todo depende de qué se prime y cómo se libren esas cuantías económicas. Faltan maestros y sobran ordenadores, por ejemplo. Los docentes somos de una mansedumbre probada: no chistamos más de la cuenta, hacemos cuanto se nos solicita. No entremos en materia escatológica: no se citará aquí qué evacuamos, qué fluida depuración de materia sobrante aliviamos y dónde procedemos a liberar esa carga prescindible. Al final olvidamos qué material sensible tratamos. Es el futuro el que se nos confía modelar. Somos esos arquitectos del tiempo. Todo lo que suceda en ese futuro procederá de lo que hayamos acometido en este atribulado y febril presente.
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