En tiempos se usaba con alegre frecuencia la palabra “pardiez” con objeto de denotar enojo o contrariedad en lo conversado o en lo visto, aun hoy insólitamente se usa. Era derivación coloquial de la expresión “por Dios”, apeadero lingüístico útil pero invariablemente sancionado por la corrección ideológica ya que mentaba a Dios y es costumbre respetada por el buen cristiano no usar su nombre en vano. Tiene pardiez la virtud de la prudencia, que es disciplina de la mesura o extensión suya. El animo con el que uno maneja su uso es particularmente jocoso. La censurada mención a Dios no es en la actualidad asunto que se censure, gracias a Dios, por cierto. Está la divinidad entrecruzada en todos los registros del idioma y se la trae sin que exista bochorno o perturbación en quien la escucha ni veneno en quien la expresa. Peor es cargarse en Él, en eso estamos de acuerdo todos. Una de las menos sospechosas referencias a Dios es la también poco traída expresión “sindiós”, aplicada como sustantivo y sobre la que recae la voluntad de aludir a una situación particularmente caótica o que, sin tener herramientas con la que aligerarla, acaba escapándose de nuestras manos. También se recurre a decir que algo “se ha salido de madre”, siendo esta novedosa fórmula de citar a la progenitora una evidencia de qué tal situación ha cobrado visos inaceptables o de poco gobierno. No hay indolencia, aflicción o mala intención: se recurre a la flexible corpulencia de nuestro bendito idioma y no se reprueba que caiga en la convocatoria de esos eficaces recursos.
II
II
Como son tiempos coronavíricos, el virus ha penetrado con inusitada fiereza en las costuras del lenguaje. No podría ser de a manera: el léxico vive de esa injerencia de lo humano. El idioma se fortalece cuando incorpora entradas nuevas: siempre fue así. Más que afectarse o gangrenarse por la influencia de la realidad, lo que se produce es un saneamiento generalizado, un arrimo de savia fresca. Lo que irrita es la politización de las palabras, hacer de ellas instrumento de combate, urdir trincheras tras las que protegerse o en las que apostar el armamento con el que atacar. Es una liza dolorosa, cada vez más feroz, extraordinariamente violenta en ocasiones; una capaz de enfervorizar al desacostumbrado a traducir sin fanatismo el mensaje que tutelan. Falta la tolerancia, el consenso, la educación. Aflora (es hermosa la palabra, se trae a veces en contextos en los que no hermosea) la disención, cunde la embestida. No es que haya que prohibirse su uso, pardiez. Es justamente lo contrario: hay que lidiar con él: hacer emerger su bondad, no caer en la gratuidad de amonestar su manejo. Porque estamos en una pandemia lingüística. La enfermedad lo impregna todo. Nos retratamos por los eufemismos que usamos. Estamos a expensas de esa corrección voluble de las cosas. Esta sobrevenida limpieza de las palabras comparece con visos de estancia. Nos precavemos contra la incorrección, loable propósito si lo anima la pulcritud lingüística, no la política. Paradójicamente lo que no ha desaparecido es el gatillazo verbal soez, cierta ruindad en el lenguaje cuyo propósito es reemplazar la sobriedad y la buena oratoria (caso de que se dispusiese de ella) por el insulto, la descalificación y el tono bronco, tan frecuente (ay) entre la clase dirigente, la que en todo caso debiera comedirse, cumplir con rigor un patrón de estilo más constructivo. No tenemos tal modelo. Se alardea de ruido: es ese el signo de esta época. Cuanto más, mejor. Esto es un sindiós, pardiez, permitidme la redundancia. Dios no estará para estas menudencias léxicas.
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