23.6.20

Bosquianadas IV / El jardín de las delicias / El infierno


No oír entra en lo razonable, puede haber trabas, zanjas acústicas que aminoran la capacidad de registrar las vibraciones. Hasta inapetencia o desidia o indolencia, que es un término más sancionable, ya que expresa una falta completa de voluntad. También puede oírse, hacerse eco de lo dicho, pero no prestar atención, no conceder importancia a lo oído, dicho sin pretender resultar cargante. Se tiene la idea de que conviene tener qué oír: el silencio es una incomodidad, nos hace pensar en nosotros mismos, nos enfrenta a nuestros pensamientos y no siempre, a pesar de que nos pertenezcan, los queremos cerca, susurrándonos por ahí adentro, haciendo que pensemos más y se acumule el trabajo. Una de las cosas que ha ocurrido en este periodo de convalecencia social (la pandemia, el confinamiento, la distancia social, la neonormalidad) es que nos han saturado de información. Uno criba lo que oye (iba a escribir lo que escucha) y acaba siendo extremadamente exigente en aceptar nada que lo haga dudar. Decide, pongo por caso, censurar información deportiva o el parte del tiempo o la estadística del parqué madrileño. En esa oclusión hay un riesgo enorme: se acaba escuchando únicamente ciertas cosas, solo unas cuantas son merecedoras de nuestra atención. Nos convertimos en especialistas de una parcela de la realidad al tiempo que ganamos en ignorancia en todas las demás parcelas. Cuando encuentro amigos que no saben muy bien de qué va la escuela reciente, no me explayo en contarles detalles, pero expongo un malestar, una especie de desafecto por las nuevas exigencias burocráticas o por la insuficiencia de personal o por la abrumadora evidencia de que somos cada vez más esclavos de las (nuevas) tecnologías, en detrimento de patrones de enseñanza de probada eficacia, que se están menoscabando, arrumbados al sótano de los trastes viejos. No es que no valgan esas novedades. De hecho, se ha visto su necesidad en estos últimos meses en que han sido las máquinas las que no han servido para que el trabajo no decaiga. Pero ha sido una labor en la que no habíamos sido instruidos o en la que no hubo tiempo de que lo fuésemos. Hemos bajado al infierno, entiéndame el amable lector, y hemos regresado. Se entrevé que no soy uno de esos docentes al tanto de todos los cachivaches digitales. No querré serlo. Estoy en mi absoluto derecho a permitir que los años que me resten (no son muchos) transcurran como los que he ido dejando: placenteramente enseñando sin que una caída de la fibra óptica del colegio o una avería en la pizarra digital malogre un bonito día de escuela. No damos más de sí porque la empresa ha sido abrumadora o porque no hemos tenido refuerzo administrativo fiable o porque todo lo que hemos hablado no ha llegado a oído alguno. Se constata cada vez más la costumbre de que no se nos escuche. Que ni siquiera se nos oiga. Habrá trabas, zanjas en el aire o indolencia en quien oye. Si escuchara....

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