A Pascual Rovira, Anarcopatafisico Irrecuperable y a José Puerto Cuenca, con sincero agradecimiento.
Al cerdo le fascinaban las arias de Verdi. La culpa la tuvo el porquero, entusiasmado melómano. Usaba un amplificador a válvulas que se caía de viejo y unas columnas Edimburgh que pesaban cien kilos. No hubo propósito, ni gran aprecio tampoco, tan sólo la evidencia de que los gruñidos eran menos ruidosos o que, en ciertos pasajes, se le tornaban los ojos y daba unos brincos armónicos. Ninguna otra muestra de la gran música producía el mismo efecto en el animal. Con Wagner emitía unos gruñidos más toscos de lo normal. Con Gould acometiendo las variaciones Goldberg se ponía inusualmente nervioso, agresivo a veces. Días antes de que lo condujeran al degüello, el porquero le sometió a una escucha masiva de las arias de las veintiocho óperas de Don Giuseppe. Murió en el fango. Sonaba Aida, una de las últimas. Se cree que le sobrevino un infarto o un derrame cerebral. No se le hacen autopsias a los cerdos. No consta ninguna, al menos. El veterinario, informado del amor a Verdi del marrano, sugirió el suicidio. Recordó un burro que murió horas después de que finara su dueño, aficionado al jazz de Nueva Orleans. El porquero no lo abrió en canal, como suele con otros, no separó las piezas para hacer negocio. Le dio piadosa sepultura en una loma. Cuando escucha a Verdi no censura las lágrimas.
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