1.9.18

Bohemia Rhapsody



Del antes tengo más conocido que del después, no hay discusión, no se tiene propiedad de lo que aguarda y acecha, tampoco debiera preocupar esa certeza, no va a ningún lugar de provecho, ni se pueden hacer planes, los desbarata el azar o los corrompe o los cancela. Del ahora se apropia uno de cosas sutilísimas, de lo tangible, sin esmero, sin que el adiestramiento oficie su trabajada liturgia, sin que la experiencia (a veces) influya u oriente. No somos nada, nada fiable, en todo caso. Vamos a lo que viene, nos resignamos a ese zarandeo ajeno, nunca propio, jamás propio, por mucho que uno crea que lo administra o que es suyo o que posee acta de su presencia, pero es en el viaje en donde más se reconoce uno. Debiéramos estar siempre viajando. Debiéramos no tener casa, no tener tampoco el ansia de ocuparla con objetos. Ayer pensé en cómo sería vivir en hoteles, cambiar cada cierto tiempo de residencia y, por supuesto, tener una cantidad escandalosa de dinero para despreocuparse de hacer algo más allá de lo antojado, de las conveniencias propias, que no se pueden o no se deben compartir, ni alardear de ellas. Fue retirada del pensamiento esa idea. No es sana, en el fondo. Quizá se asquee uno de esa molicie (una rutina en lo placentero, un dejarse ir sin fundamento) y anhele una obligación. Anoche, entre amigos, ganaba la opinión de que es bueno no tener a nadie cerca que nos marque plazos y evalúe lo hecho. El problema reside en que hemos sido educados en la creencia (firme y duradera) de que hay que hacer algo por los demás y que esa voluntad, al ser ejercida, nos dignifica. Está mal visto que uno diga que durante el verano no ha hecho nada, salvo (tal vez) sestear, beber con más alegría y pasear cuando empieza a anochecer, tampoco sabiendo con certeza a qué lugar ir, si tomar un camino u otro y, por supuesto, abierto siempre a cualquier improvisación o alteración del plan, sobre todo por el hecho de que no hubiera de antemano plan alguno. Sería fantástico (no lo hice) recorrer el Moldava por Praga, atravesar todos esos puentes maravillosos, mirar las dos orillas y perderse en la continuidad de las casas, en su fascinación sin descanso. Bajar más tarde en un pequeño atracadero, pagar lo que se nos pida (es una exigencia del turismo la de abonar sus deseos) y volver al hotel por cualquier calle, a sabiendas de que quizá no sea el camino más corto, ni el más recomendable para quien no conoce del todo la ciudad.
Fotografía: Emilio Calvo de Mora,Praga)

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